viernes, 22 de diciembre de 2017

Ciento Dos: Querido Santa

Querido Viejito Pascuero/ Santa Claus/ Papá Noel:

Llevaba mucho tiempo sin escribirte. Probablemente, porque durante varios años he estado más pendiente de emular tus pasos en esta época del año, que de exigirte algo en particular. Y no es que tuviera dificultades para encontrar algo que pedirte. Muy por el contrario, si realmente pusiera una lista de solicitudes en esta carta, sería bastante extensa.

También sé que ese listado no sería de objetos, sino más bien, de hitos, de experiencias, de cambios. De situaciones que, de vez en cuando, vienen y me dejan (nos dejan) herido, golpeado, con el ánimo y la esperanza algo perjudicados. Y es que los años le traen a uno lucidez, y cuando se es consciente de aquello, lo que llamamos realidad se vuelve mucho más impactante.

Me encantan los regalos –hacerlos y recibirlos- principalmente por lo que representan: eso de ponerse en el lugar de otro, demostrando cuánto nos conocemos. O cuánto queremos llegar a conocer a otro. Porque Navidad es precisamente una fecha sobre “los demás”, sobre reconocer a otras personas como parte de nuestro mundo; sobre dar relevancia al respeto que implica compartir un mismo espacio social; sobre recordar que existen personas que no lo pasan bien, que poseen dolores, que necesitan muchas veces, solamente afecto o unos minutos de atención.

Navidad es recordar que no estamos solos. Que, más allá de nuestras diferencias, podemos entendernos e, incluso, querernos, porque no se estima tanto lo que ya está en nosotros, sino aquello que nos completa y nos vuelve más plenos.

Mi lista no sería de cosas, sino de acciones que volvieran a encender la ilusión de humanidad que en esta fecha, se vuelve más urgente. Incluiría, por ejemplo, una mejor disposición con quienes compartimos un lugar de trabajo, para que dejemos de compartir “estados de ira”, en Facebook; para que comprendamos que así como muchas veces tenemos paciencia con personas, otros la tienen con nosotros más de alguna ocasión.

A propósito de redes sociales, pediría que, en general, valoráramos mayormente sus posibilidades, entendiendo que hace 20 años ni siquiera habríamos imaginado la opción de comunicarnos de manera tan real, directa e inmediata con tantas personas en el mundo. ¿Qué cantidad de conocimiento aún no compartimos? ¿Qué enorme bodega de buenos deseos tenemos aún cerrada en el corazón, porque hemos preferido quejarnos, antes que priorizar las buenas historias? Esas que inspiran, que ayudan a otros, que iluminan…

Esto último lo deseo fervientemente, porque lo he vivido. En redes sociales he hallado islas de esperanza, que me han rescatado de momentos difíciles, complejos. Me he reencontrado con personas con las que una nueva oportunidad ha surgido. He descubierto a mujeres y hombres con sueños, como yo, a los que no habría imaginado conocer, pero que han aparecido frente a mis ojos con sus logros y sus alegrías. Y también, con sus heridas circunstanciales.

Pediría que dejáramos de disfrutar el “mandar a la mierda” a otra persona. Que cayéramos en la cuenta de que esa satisfacción es tan efímera, como extensa la carga que nos obliga a llevar en adelante. Que no nos vuelve mejores que ayer, sino peores de lo que nuestro futuro sin escribir nos promete. Que tantas veces como insultamos a alguien, esa intención se almacena en otros, y contagia, de manera triste y eficiente, a toda una sociedad.

Incluiría en la lista una preocupación especial por los que siguen siendo postergados en el día a día: las mujeres; los ancianos; los niños. Las primeras, porque más allá de haber avanzado estos últimos años en equidad, seguimos considerándolas ciudadanas de segunda clase, incapaces de tanto, cuando tienen el mismo potencial que los hombres, para llevar a cabo lo que se propongan. Son fuertes, resilientes y se han superpuesto a las barreras invisibles de la norma. Ello, frente a los innegables privilegios que nos han correspondido a los hombres, de los que espero nos hagamos cargo cada vez más.

Por los ancianos, dado que hemos decidido –voluntaria o involuntariamente- dejar de tomarlos en cuenta. Nos reímos; hacemos burla del paso de los años, pero todos caminamos hacia esa edad que hoy no valoramos, aun cuando se trata del momento en que mayor claridad llegaremos a tener frente a la vida. Nuestros viejos requieren atención, reconocimiento y oportunidades, si están disponibles para tomarlas. Si no es así, démosles un merecido descanso por los años de trabajo entregados. Y recojamos y aprendamos de sus historias, porque son la memoria viva que estamos ignorando. Y ya sabemos qué pasa si dejamos de recordar.

De los niños, qué decir. Son la posibilidad del cambio viva. Y me entristece de manera profunda que les neguemos esa opción, por una u otra razón. Me apena que estén solos; que pasen hambre; que sean maltratados; que no accedan a la educación y la salud a la que tienen derecho. ¡Y me incomoda tremendamente que no los estemos escuchando! Si no tenemos tiempo para oír lo que tienen que decirnos, el problema es nuestro y debemos resolverlo. Esta Navidad, Viejito, te agradezco mucho pongas más énfasis en los libros, los rompecabezas, los viajes, los paseos, las pelotas de fútbol, básquetbol y otros deportes, los juegos de mesa y las bicicletas, para que compartamos mucho más en familia y menos frente a una pantalla (lo que corre tanto para adultos, como para niños).

La verdad sea dicha, Viejito, no quiero complicarte con listas, porque ya habrás recibido muchas, durante tantos años.

Esta Navidad te vuelvo a escribir porque tengo unas ganas enormes e incontrolables de decirte GRACIAS. De devolverte tantos años de alegrías pascueras (como destinatario y autor de regalos) y, al mismo tiempo, personificar en ti el agradecimiento infinito que tengo frente a la vida, porque como cantaba la Viola, me ha dado TANTO, que no tengo palabras, ni papel que aguante, para describirlo.

Gracias por los besos, los abrazos, la música, las comidas, las risas, la historia, el futuro, los sueños, el amor, la compasión, el deseo, la comprensión. Gracias por que hay otros, porque esos otros son distintos y porque hemos tenido la inteligencia para conocerlos, socializar y llegar a querernos. Gracias por los libros, los juegos, las penas que han dado paso a las alegrías; por las peleas que han dado pie al entendimiento; por las decisiones de otros que hemos sabido respetar, asumiendo con criterio que no siempre estaremos de acuerdo.

Gracias por el arte, las sorpresas, la nostalgia, la magia. Gracias por la opción de creer, aunque por estos tiempos el verbo esté tan desprestigiado. Porque no somos tontos ni ingenuos por entregar confianza, muy por el contrario, al entregarla estamos cambiando el mundo en cierta forma, conectando almas que pudieron nunca encontrarse.

Porque al fin y al cabo, qué importa ser tontos e ingenuos ante los ojos de los demás, si estamos abriendo la opción de recorrer caminos nuevos y sentirnos como lo hacíamos cuando te escribíamos esta carta, por esta misma fecha, llenos de ilusión por el regalo que estábamos seguros que llegaría. Y con tantas ganas de compartirlo con nuestros pares, fuera quien fuera, pues no sabíamos lo que era juzgar.

Éramos niños y entendíamos lo más importante: que había otro con una idea similar a la nuestra,  la de ser feliz. Y que esa felicidad podía ser colectiva, pareja y se podía construir entre varios, al tiempo que la disfrutábamos todos, sin excepción. Porque si alguien se quedaba fuera de la diversión, era integrado; porque si alguien había de llorar, era el momento de detenerse para saber qué pasaba; porque si alguien nuevo quería jugar, era el momento de la pausa para explicar lo básico y sumarlo rápidamente.

Gracias, Viejito, por existir y por seguir haciéndolo durante la eternidad y un día. Porque representas todo lo bueno que podemos llegar a ser, aunque sea en un espacio acotado del año. Porque nos recuerdas que en la entrega yace una de las claves de la felicidad que tanto nos esmeramos en encontrar. Porque eso de ser feliz mirando la sonrisa de los demás, es lo que aprendí de ti. Y más allá de ese personal estéreo o la bicicleta verde de Fuerza G en que aprendí a andar sin rueditas, ése ha sido tu mayor y más hermoso regalo.


R.T. (P.E.R.)

martes, 21 de noviembre de 2017

Ciento Uno: El Pelao y el Nico

Al Pelao lo conocí hace casi dos años, por una cuestión bien circunstancial. Lo contacté para aportar a un festival de hip-hop que estaba organizando junto a un grupo de jóvenes de Lo Hermida (aquella histórica población de esfuerzo en Peñalolén). Pasé a dejarle algunas cosas, me recibió con cariño (y mucho respeto), me presentó al equipo y me contó con entusiasmo las iniciativas que estaban empujando como comunidad.

Había en el ambiente una energía que contagiaba, una efervescencia que me encantaría ver en tantos jóvenes que hoy veo demasiado enfocados en cuestiones pasajeras, por sobre aquello que conlleva una promesa implícita de trascendencia. Esas acciones que dejan huella.

Quedamos contactados por Facebook aquella vez y me gustaba enterarme de las cosas que seguía haciendo por las personas, por la cultura, por cambiar el mundo. Me encantaba leer que había un festival tras otro; que había una peña tras otra; que había gente como él, haciendo cosas por pintar este paisaje con colores diferentes.

Hace algunas semanas, en la revisión cotidiana de posteos, fui viendo aparecer lamentables señales de despedida por parte de sus amigos en la red, los cuales me convencieron de la triste noticia de su partida. A mí, en lo personal, me costó caer en la cuenta de que ya no estará más. Todavía me cuesta.

El Pelao era un cabro bueno, alegre, le daba esperanza a muchos a su alrededor, y seguro su repentina y definitiva ausencia les tocó en lo más profundo. Por lo que he seguido leyendo a través de Facebook, estoy seguro de que esos amigos y cercanos tomarán en cuenta lo que compartieron con él para seguir impulsando con fuerza su música, su baile, sus rimas, cualquiera sea su arte...Espero que el Pelao, desde el lugar del universo en que está, siga siendo inspiración para todos ellos.

Desde que esto ocurrió–y con genuino dolor- le he dado vueltas a este final inesperado, pensando en qué pudimos haber hecho, en qué se pudo haber hecho para que el camino fuera diferente, para que las cosas siguieran otro curso. Para que el Pelao se mantuviera entre nosotros, modificando luminosamente las vidas de tantos.

Fue inevitable pensar en Nicolás Scheel (alumno del Colegio Alianza Francesa, fallecido tras una serie de decisiones apresuradas tomadas por parte de su entorno escolar inmediato), porque desde una realidad socioeconómica completamente diferente, él también estaba cambiando el mundo, volcando su veta social con quienes lo necesitaban y enseñando a quienes venían detrás de él. Quienes no lo conocíamos, nos enteramos sobre su compromiso al leer diversos perfiles de su vida publicados tras su suicidio y la –necesaria- polémica que su absurda muerte trajo consigo.

Nicolás, como muchos niños de su edad (17), era frágil, vulnerable, en una sociedad exigente y en un espacio social cuyas características lo eran especialmente, por cuestiones ligadas a la tradición y la clase social. A raíz de una reacción totalmente desmedida de su establecimiento para una falta menor (porte de una cantidad ínfima de marihuana), los miedos latentes en el muchacho fueron dando paso, lamentablemente, a una decisión irreversible. Una que cambió para siempre las vidas dentro de su familia y, por cierto, dentro de su colegio, que no volverá a ser el mismo.

Mientras todo esto ocurre, continuamos corriendo de un lugar a otro, en la vorágine sin pausa de nuestra agenda cotidiana. Nos tomamos la cabeza al enterarnos de hechos como éstos, pero al día siguiente, seguimos con lo nuestro, ignorando la oportunidad de parar la máquina y reflexionar sobre lo ocurrido. ¿Tenemos algo que ver con lo que pasa a nuestro alrededor? De alguna forma, llevamos décadas aislándonos, cortando los lazos que nos unen a los demás. Las redes sociales nos han ayudado a “mantener el contacto”, para refugiarnos en nuestra individualidad, nuestro espacio, que protegemos de manera tan férrea e inconsciente.

¿En qué momento llegamos a desconectarnos a tal nivel, que no nos enteramos que hay personas cerca de nosotros que nos necesitan? ¿En qué momento asumimos que “estar bien”, pasaba necesariamente por un buen sueldo, una buena casa o un buen auto? Sigue habiendo vida más allá de las posesiones materiales, por más que el escenario intente convencernos de lo contrario.


Hoy ni el Pelao ni el Nico están y este mundo -muchas personas en este mundo- extrañarán su presencia. La vida sigue, dicen, pero es lindo que, no importa cuán pocos seamos, nos detengamos a pensar en eso que como sociedad nos falta para cuidar a los Pelaos o a los Nicolás de manera que se sientan acogidos, queridos, protegidos...para que nos entregaran más de su enorme corazón por muchos años. Para que dejemos de farrearnos aquello que deja huella.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Cien: (La Nueva) Paternidad

Cuando comencé a escribir bajo el rótulo de Papá en Rodaje (hace más de 6 años), lo hice desde la más absoluta convicción de que el camino hacia convertirme en padre consistía en un aprendizaje sin fin. El tiempo me sigue confirmando aquello, poniéndome a prueba cada día, con desafíos de diversa magnitud y características cambiantes.

Aprendo y busco aprender de manera consistente sobre esas ideas que en algún momento levanté desde el sentido común: desde la lógica de un hombre que entiende la PATERNIDAD como una forma de vida, y también desde el prisma de un hijo que admira –todavía- muchos aspectos del estilo de mi propio papá (quien casualmente, hoy cumple un año más. Te quiero, viejo).

Sin saber sobre Igualdad de Género, quise instalar ideas frescas en el mundo de las masculinidades; derribar mitos; romper con ciertos moldes que se han ido traspasando con demasiada precisión entre generaciones. En ese esfuerzo seguiré hasta que me quede suficiente energía, pues quedan muchos pasos por avanzar hacia una crianza equilibrada, en que la corresponsabilidad de madres y padres se vuelva una realidad.

Lo dije en columnas, en entrevistas, en libros: “los hombres no somos ayudantes, somos pares”. En Chile, sin embargo, resta mucho para tomar conciencia de esa paridad. Casi la totalidad de mujeres que trabajan de forma remunerada deben tomar en consideración que la sociedad las considera las primeras responsables de los niños e, incluso, de los familiares enfermos y dependientes.

“¿Y tu señora no puede llevarlo al médico?”, le pregunta un jefe cada día a un colaborador hombre que desea permiso para llevar a su hijo a un control. “¿No los baña tu señora?”, le dice un amigo a otro que le cuenta que está apurado por llegar a su casa para estar con sus hijos. Hemos normalizado –y lo seguimos haciendo- los roles a tal punto que hay mujeres que asumen un alto nivel de carga personal porque están convencidas “que lo hacen mejor con los niños”.

Y tenemos, por supuesto, un alto porcentaje de hombres que aprovechan de manera egoísta este escenario. Lo hacen aquellos casados o en pareja, como también aquellos divorciados o solteros con hijos pequeños. “Lo vi la semana pasada…”, piensa en algún lugar un papá separado, mientras deshace un compromiso con su pequeño, para privilegiar algún espacio personal, tan legítimo como reagendable.

¿Estamos los hombres a la altura de lo que la paternidad nos pide? ¿Lo hemos estado históricamente, acaso? Niñas y niños esperan de nosotros un nivel de cariño y atención alto y permanente, tal como el que les entregan sus madres (o al menos, la gran mayoría de ellas).

Somos y podemos ser más que solo una presencia de autoridad: podemos jugar a la pelota y las muñecas; podemos leer cuentos y arropar por la noche; podemos pasear de la mano y reírnos de las cosas simples; podemos dar respuestas a las cientos de preguntas de cada día; podemos cocinar (o pedir) la comida más exquisita, por el solo gusto de compartirla…

Estoy claro de que cambiar no es sencillo.Pero les puedo adelantar que “querer cambiar” sí lo es. Pasa por hacerse consciente, cada vez que podamos, de la posición de privilegio en que hemos estado, por el solo hecho de ser hombres y haber sido criados en un contexto en que nuestras madres eran nuestro mundo y respondían a todas nuestras solicitudes. Justo es entender que todo lo que ellas hacen, podemos hacerlo también.


El mundo cambió, es hora de que nosotros también lo hagamos, comprendiendo y valorando la experiencia de ser padres. Y todavía más que eso: las responsabilidades que conlleva el rol, desde que vemos nacer a nuestros hijos, hasta que dejamos este mundo, idealmente, antes que ellos.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Noventa y Nueve: Educar para la Igualdad de Género

Estarán de acuerdo conmigo en describir a nuestra sociedad chilena -como la mayoría de las de occidente- como una sociedad construida desde la lógica patriarcal. Una estructura según la cual, las mujeres históricamente han debido nadar río arriba, contra una corriente que en ciertas épocas ha sido casi irremontable.

Hoy, mucho más que antes, la mayoría coincidimos -y somos conscientes- de que se trata de un paisaje que nos gustaría cambiar. Y no por razones antojadizas, sino porque estamos construyendo una convicción colectiva sobre las injusticias que trae consigo, en diversos ámbitos de la vida, la situación desmedrada de la mujer.

Estamos siendo más cuidadosos que antes. Y aunque algunos, de vez en cuando, reclamen que se exagera; que ciertas mujeres se han vuelto demasiado radicales ("feminazis", les llaman en ocasiones, para menospreciar su posición); que hay cosas sobre las cuales no debiéramos cuestionarnos; que hay "chistes" que no tienen por qué molestar...La sensación final, es que los pequeños pasos dados, han sido consistentemente hacia adelante.

Nos falta mucho, sin duda. Pero sabemos que los cambios culturales profundos se dan de manera lenta, no se logran de un año a otro. Ni siquiera, de una década a otra. Muchas veces, se van construyendo desde los detalles; desde el espacio personal: como en esa antigua historia de inspiración sobre los albañiles en pleno trabajo, en que uno solamente ve una pared y su compañero es capaz de pensar en la catedral de la que será parte.

¿Desde dónde empezamos a hacer nuestro aporte para un cambio hacia la equidad, entonces? Mi humilde opinión de hombre, es que desde lo cotidiano: modificando -para mejor- nuestras maneras de abordar aquello que hasta acá, había sido invisible: el privilegio de nacer "varón", en una sociedad en que esa situación fortuita, facilita tanto las cosas.

Como padre, el cambio comienza desde la convicción sobre el rol transformador del mundo que le cabe a nuestros hijos. Su educación, en ese sentido, es clave para que en el mediano plazo las mujeres puedan tener las oportunidades, el trato y los sueños que merecen como personas habitantes de este mundo y participantes activas de la sociedad.

¿Suena obvio? La realidad se ha encargado de demostrar que nada es tan evidente en temas de género. Que seguimos repitiendo acciones y omisiones de nuestros padres y abuelos, algunas veces sin darnos cuenta. Otras, de una forma torpemente consciente. Que vivimos una época de riesgos latentes de retroceso cultural, siendo la muestra palpable el gran poder del reggaeton como herramienta de comunicación masiva de un mensaje de menoscabo hacia la mujer. Mientras las personas minimizan la gravedad, por ejemplo, de que la mayoría de las fiestas de cumpleaños infantiles lo tengan como música de fondo...

En tiempos de la llamada "posverdad", viene siendo oportuno creer y convencerse definitivamente acerca de la capacidad del lenguaje para ir construyendo y transformando las realidades en que nos desenvolvemos. Somos y vamos siendo, aquello que expresamos en nuestras conversaciones de todo tipo.

Los hombres de estos años somos esa charla espontánea del metro y aquella al costado de una parrilla, mientras se cocina el asado. Somos ese chiste sexista en la oficina, como también ese chat de ex compañeros del colegio/ trabajo en el que se comparten megas y megas de pornografía, sin que nos detengamos a pensar demasiado bajo que lógica funciona dicho intercambio. Somos el cántico absurdo de una barra, referenciando al sexo como sometimiento o al rival en términos de lo femenino...y también somos los que nos levantamos a fumar un cigarrillo luego del almuerzo familiar, en vez de hacerlo para lavar los platos sucios...

¿Estamos pensando en quiénes queremos ser como hombres y padres? O mejor aún, ¿estamos pensando en cómo queremos que sean nuestros hijos o hijas? Estamos bastante a tiempo para actuar, para rectificar y para sentirnos satisfechos del modelo que nuestros niños están mirando. Y no por aquel repetido y vago argumento de que tenemos hermanas, parejas, o mamás, sino porque cuando hablamos de mujer, hablamos de un otro con los mismos derechos que convertimos histórica -e injustamente- en exclusivos.








miércoles, 9 de agosto de 2017

Noventa y Ocho: Pastelero a tus Pasteles

Nos hemos puesto soberbios. ¿Será la época que vivimos, será el contexto en que crecimos? ¿Será que el acceso a tanta información, todo el tiempo, nos hace creer que somos algo que no somos?
Lo cierto es que los papás de hoy nos ufanamos de saber mucho sobre todo. Y en la práctica, sabemos muy poco, y apenas sobre cosas contadas con los dedos de las manos. Aprendemos, sin duda, de manera vertiginosa, pero estamos lejos de ser capaces de dar lecciones, o convertirnos en guías para otros padres.

En lo cotidiano, no somos conscientes de nuestras incompetencias. Y más aún, estamos invadiendo el terreno de quienes saben, se dedican profesionalmente a una actividad y lo llevan haciendo por mucho tiempo. Como los profesores.

¿Qué pasó desde que éramos nosotros los alumnos, y el espacio educativo era respetado y observado con admiración por nuestros padres? ¿Por qué creemos que podemos influir o interferir con lo que ocurre en los salones de clases en que están nuestros hijos?

No se trata de un fenómeno nuevo, sino la confirmación de algo que ya se venía atisbando en los últimos años. Hoy lo que estamos viviendo es una crisis (siempre pensando en ese concepto como una posibilidad de cambio), de la que ni una parte, ni la otra, nos hemos hecho cargo de manera plena.

La película que vieron; la manera en que se han tratado ciertos temas; las dinámicas para el aprendizaje: todo es susceptible de cuestionamiento por parte de los padres y/o apoderados, a través de grupos de Whatsapp en los que cada vez se resuelve menos lo urgente, y se abordan mucho más temas vinculados a los contenidos y la docencia misma. Y son grupos en los que, a veces, han logrado incluir al (la) profesor (a).

¿Dónde está el límite de ambos mundos? No existe uno que esté rigurosamente señalado. Más bien son las mismas personas las que vamos acordando una manera de relacionarnos, para beneficio mutuo. Es esa dinámica social la que hace crisis hoy, al reconocer la incomodidad de los maestros en un rol cada vez más “fiscalizado” y menos valorado; y por otro lado, padres desatados, creyendo que “estar cerca de los niños” significa meterle presión a los profesores por las vías disponibles, de manera que no se les exija demasiado; que se les enseñe de una forma o se les evalúe de otra.

En Chile, gran síntoma de aquello fue el desaparecido movimiento “La Tarea es Sin Tareas”, que bajo eslóganes que apuntaban a una preocupación por el tiempo libre de los niños, lograron instalar un tema en la opinión pública, con escaso sustento académico real, más allá de la experiencia de países del primer mundo. Pasado el boom, y logrado el objetivo en la comuna de Las Condes, dicho grupo de padres archivó su motivación, su nombre y su energía, para volver a lo propio.

Sigo esperando que, como padres, nos miremos al espejo de manera crítica, reconozcamos los errores cometidos hasta acá y nos pongamos manos a la obra en lo que debiese ser nuestro rol natural, como apoyo a la labor abnegada y única que realizan los docentes, para los aprendizajes de nuestras criaturas.


Sigo esperando que un grupo de padres se una bajo causas del tipo “¿Cómo le ayudo, profe?”; “Por la educación de nuestros hijos”; “Llegamos temprano a casa, para crecer junto a nuestros niños”, y otras tantas en las que nosotros debemos asumir el protagonismo. ¿De veras nos cuesta tanto?

jueves, 25 de mayo de 2017

Noventa y Siete: Ocho Años que ya son Eternos

Cuando comencé a escribir este blog, mi hijo tenía dos años. Y con la Andrea vivíamos de manera frenética, por los cambios que había significado su llegada. Bellos momentos son ahora en nuestra memoria, y han sido reemplazados por otros instantes cotidianos, también cargados de significado y de belleza, pero en un sentido bastante más reflexivo y menos intenso, o vertiginoso.

No hay edades más simpáticas o más inolvidables, como para poder clasificar la infancia de nuestros hijos. Todas las etapas representan desafíos y entregan recompensas intangibles que, como padres, sabemos guardar siempre en algún lugar de nuestro corazón (tiene más Gigas de lo que podríamos imaginar).

En 8 años no me he vuelto más sabio, pero sí menos incompetente, aunque a veces tenga que lidiar con mi torpeza intrínseca. Me sigo equivocando como papá y esposo, pero todavía cuento con almas que saben y son capaces de perdonar mis caídas. No voy por la vida dando lecciones, pero sí contando historias, cuando hay personas de confianza que me piden compartirlas.

Siento que soy padre y me llena el alma ser consciente de esa felicidad cada mañana y en ese minuto antes de cerrar los ojos para dormir –de manera automática, a estas alturas de la vida- pero también siento que sigo siendo hijo y me hace feliz tener a mis padres aún cerca de mí, como para nutrirme de su experiencia y, sobre todo, de su cariño.

Son 8 años de paternidad que, gracias al cielo, he recorrido de la mano junto a una mujer excepcional, que agradezco nunca haya sido mi amiga, sino siempre una compañera con la libertad para cuestionar permanentemente todo; como para no estar de acuerdo conmigo; como para tomar decisiones por su propia cuenta, cuando fuese necesario, en virtud de la confianza que tenemos.

Por estos días veo a Darío con ojos diferentes. Hemos estado más cerca que siempre, según mi percepción, en cuanto a compartir cosas, conversar, darnos tiempo para nosotros. Y hay un par de momentos de la jornada en que no puedo evitar abrazarlo, con ganas de retener esos segundos para siempre: en la mañana, cuando lo dejo en la escuela y corre por el pasillo hasta su sala…y en la noche, cuando se lava los dientes, se pone el pijama y alcanzamos a leer la parte del libro en que estamos avanzando…


Dice un amigo al que quiero harto, “uno es feliz con tan poco”…y creo que tiene razón, pero no en lo literal de la frase, sino en la segunda lectura de la misma: tenemos a mano la posibilidad cierta de disfrutar y reír por aquellas certezas diarias que nos brindan los afectos…y olvidarnos por un buen rato de los inconvenientes aburridos, que a veces nos torturan, y que solemos llamar quién sabe por qué razón, “problemas”… 

martes, 2 de mayo de 2017

Noventa y Seis: Nunca Olvidaré este Día

Un estupendo profesor, no hace mucho, me mostró la fuerza que tiene la emoción para el recuerdo. En la práctica, lo que nos transmitió a mí y mis compañeros de taller, es algo muy sencillo, que hoy comparto también con mis alumnos: para comunicar de manera efectiva, hay que emocionar a nuestro público.

Funciona para cualquier tipo de transmisión de mensaje y basta con hurgar dentro de nuestra propia memoria, para comprender lo bien que funciona. Todos, por ejemplo, recordamos a cabalidad el día en que nos graduamos de la escuela, pero ni de casualidad tenemos registro del día anterior a ése, o el posterior. Fueron jornadas sin razones para dejar huella, días como muchos otros, que hoy yacen perdidos en algún rincón de nuestro cerebro.

Como papás, una de nuestras misiones principales es emocionar, ¡qué duda cabe! Y por más difícil que se vaya poniendo ese desafío con el correr de los años, seguimos siendo sus principales responsables. Para quienes guardamos nuestra infancia como un tesoro, especialmente, esto es una premisa de vida, pues queremos que los niños vivan y superen nuestros recuerdos. Queremos que esas imágenes les acompañen para siempre.

Cada cierto tiempo, al acostarse, Darío cierra su día con una frase que me permite asegurar que lo realizado estuvo a la altura de las circunstancias. Me mira muy seriamente, y me dice: “Papi, nunca olvidaré este día”. Yo le digo que eso me hace muy feliz, lo arropo, y me llevo a mi cama esa sensación inigualable que entregan las palabras de agradecimiento de un niño, por teñir de magia uno de sus días.


He ahí el mejor combustible para las nuevas ideas parentales; para los esfuerzos adicionales; para incorporar nuevos criterios de priorización en nuestras –a veces- aburridas vidas de adultos. ¡Qué mejor recompensa que haber construido un recuerdo nuevo, en el cerebro de nuestros hijos! ¿Hay un producto más noble que la memoria, tesoro intangible, misterioso y cálido, que nos acompaña toda la vida, y nos acoge en los momentos más difíciles?

miércoles, 22 de marzo de 2017

Noventa y Cinco: Padres y Apoderados

A cierta edad, cuando descubrimos diferencias notorias entre lo que pensamos y lo que piensan los demás, vamos estableciendo afinidades y cercanías mucho más profundas con las personas. Nos damos cuenta también de que existen ciertos círculos de relación en que estamos imposibilitados de elegir con quienes nos vinculamos, como pueden ser la universidad, el trabajo y, especialmente, al interior de la familia.

En la elección de nuestras acciones y reuniones con otros, va apareciendo un juicio a veces inconsciente, respecto de aquellos con quienes mejor nos sentimos. Y quienes más creemos que aportan a nuestra sensación de felicidad.

Durante la infancia, y hasta bien entrada la pubertad, ese tipo de juicios no existen. Ni menos, existen los prejuicios respecto de los otros. Eso hace que los niños vivan de manera genuina y completa la alegría de compartir con personas que puede que algún día sean completamente diferentes, en todo ámbito de cosas. Son capaces de adaptarse con tal facilidad que sus “amigos de juego” varían de uno a u otro día, sin que exista percepción alguna de traición o de fidelidad.

Para los papás que tenemos a un hijo en edad escolar, aparece para quedarse un nuevo círculo de personas que nos acompañarán un buen rato en la vida. Esas personas que acá en Chile llamamos “Padres y apoderados”, y que son nuestros pares conformando un colectivo complementario en la educación de los niños, el cual se suma a Profesores, Directivos, Funcionarios y Alumnos del establecimiento que hemos elegido.

¿Cuál es nuestro papel en las interacciones que se generan junto a los otros padres del curso? ¿Es esta relación una “obligación”, más que una “oportunidad”, para muchos de nosotros? Estamos en una edad compleja, hemos definido una manera de ver el mundo más o menos estable y relacionarnos exitosamente con gente nueva representa un desafío mayor.

En encuentros de padres, hasta acá, me ha tocado ver de todo: personas que toman palco sobre lo que pasa; personas que buscan espacios de participación activa; personas que van al choque porque tienen la tendencia a imponer ideas; personas que durante todo un año, prefieren abstenerse de dar una opinión. Todas las actitudes son legítimas, por cierto, aunque unas más que otras, redundan en consecuencias positivas para nuestros niños.

Podemos ser actores relevantes del aprendizaje de los pequeños, si encontramos el lugar correcto para aportar con nuestras experticias. Y si entendemos que las diferencias son parte de la vida, así como también lo es la adaptación a los contextos. Nos irá bien, de seguro, si comprendemos que nuestras ideas son buenas, aunque no sean las mejores; que no vamos a una reunión de padres a convencer a los demás, sino a establecer acuerdos; que dentro del círculo de pares, es altamente posible que encontremos personas con mucha afinidad, con quienes podamos compartir nuevas y enriquecedoras experiencias en 12 años de escolaridad.

Esta columna no pretende dar una lección, sino extender una invitación. Podemos ser felices en un ambiente en que no todos nos van a “gustar” como personas; pero en donde todos, sin excepción, perseguimos un bien común, que se trasunta en la alegría y los logros de nuestros niños. Estamos para ser catalizadores, no para ser obstáculos, y es bueno recordarlo cuando llegue el milésimo mensaje de un grupo de Whatsapp que un padre del curso abrió para compartir información relevante, poniendo a prueba nuestra paciencia…








miércoles, 18 de enero de 2017

Noventa y Cuatro: ¿Mejores Personas o Mejores Puntajes?

Cada “Prueba de Selección a la Universidad”, implica la reactivación en Chile de un debate camino a ser permanente, respecto a la calidad de la educación que se está entregando a los niños en las escuelas de nuestro país. Y es que un grueso de la población –incluyendo a varios declarados expertos- asume que los resultados obtenidos en dicho examen hablan exactamente sobre dicha “calidad”, aunque en la práctica, la relación entre ambos esté lejos de ser directa.

¿Es el colegio con mejor promedio en una prueba de selección, el “mejor colegio”? Pues, claramente, no. Ese juicio depende, necesariamente, de aquello que como observadores estemos considerando para el análisis.
Si nos preocupa primordialmente el futuro ingreso de nuestros hijos a la universidad, muy lógicamente nos interesará saber cómo le ha ido durante los últimos años en ese ámbito  al colegio que estamos eligiendo. La pregunta que no nos estamos haciendo durante ese proceso -consciente o inconscientemente- es si el acceso a la educación superior es lo "único" que nos interesa.

¿Es tan trascendental el asegurar el acceso a la universidad, como para perder de vista todo aquello que conlleva la educación de nuestros hijos?  En 12 años de asistir regularmente a la escuela, tenemos miles de oportunidades para:

- Abordar nuestro comportamiento ético.
- Perfeccionar la manera en que nos relacionamos con los demás.
- Desarrollar nuestra capacidad para resolver inconvenientes (me niego a usar la palabra "problema" a priori).
- Aprender a "inventar" y volvernos voluntariamente creativos.
- Conocer nuestro contexto socio cultural y describirlo de manera crítica y propositiva.
- Etc, etc, etc

En 12 años de escolaridad, ¡nos vamos volviendo PERSONAS! Y si dedicamos el tiempo y la actitud necesarios, es muy probable que integremos algún día ese grupo que llamamos BUENAS PERSONAS, a quienes todavía reconocemos en nuestro diario vivir, como individuos valorables y dignos de nuestra amistad, aun cuando no se los digamos todo el tiempo.

¿De verdad será tan bueno reducir esos 12 maravillosos años de descubrimiento, al resultado promedio de una Prueba de Selección? ¿En qué momento perdimos de vista todo aquello que no es un número, pero aportó a lo que somos?

Incluso concediendo esa máxima del "si no se puede medir, no se puede mejorar", habría posibilidades de medir, cualitativamente, todo aquello que señalo más arriba. El SIMCE lo hace de manera superficial, pero no hay padres que pregunten por ello, en la práctica...

Personalmente, creo que diversos factores (que ya profundizaré en otra columna), nos han llevado a poner la carreta delante de los bueyes; a considerar un puntaje como un objetivo intransable y a reducir con ello, las posibilidades de crecimiento emocional de nuestros hijos. ¿En qué momento cambiaremos ese rumbo? Por el momento, mi esperanza está en abrir el debate.