viernes, 21 de octubre de 2011

Treinta y Cuatro: El Final de la Violencia

Sorpresa es la que he sentido últimamente, en conversaciones sostenidas con cercanos, a propósito de la crianza actual (o futura) de nuestros hijos.

Y no es que las posiciones propias y ajenas difieran tan radicalmente. La sorpresa va por un lado bien específico: las herramientas escogidas para "educar" o "encauzar" el comportamiento de los niños.

Para todos, sin excepción, el proceso de paternidad representa un desafío enorme. En eso, coincidimos. Sin embargo, cada uno proviene y carga con la propia experiencia de crecimiento y las figuras parentales bien definidas.

Para algunos, la formación está vinculada derechamente al respeto. Para otros, ese respeto es sinónimo de miedo.

Miedo, como concepto base para construir la relación con sus hijos. Un miedo vinculado a la negación más antojadiza; a las decisiones menos compartidas o a las ganas de que los niños se conviertan necesariamente en lo que sus padres desean.

Creo en los miedos, pero en los propios, los que vamos generando en la medida que exploramos y conocemos el mundo. No creo en los miedos heredados, prestados o traspasados quién sabe con qué motivo…Nos enfrentamos a un mundo lo suficientemente aterrador, como para multiplicar esa sensación por dos o por mil. Menos en un proceso de crecimiento y desarrollo.

Por eso, me niego sistemáticamente a aceptar la violencia (especialmente la física), no solo contra un niño, sino contra cualquier persona. Contra un niño, ¿qué puedo decir?...es casi una aberración…ponerse en una posición de superioridad que, finalmente, ¡es solo circunstancial!

¿Quién dice que por ser adultos, tenemos la razón, o las mejores razones siempre? A los 33 suelo sentirme estúpido bastante seguido. E ignorante, mucho más.

No me pidan que entienda el argumento de que es “solo de vez en cuando”, “que hay veces en que se vuelve necesario”, “que no hay otra forma de domar a este niño”...¿Quieren saber la verdad?...SIEMPRE hay otra forma, siempre hay alternativas para cualquiera de las decisiones sobre lo que nosotros controlamos directamente. Golpear a un niño, es tan voluntario como amarlo. Ambas alternativas pasan por uno de nuestros regalos más maravillosos: la libertad.

Hasta aquí escribo desde la sensatez. Si sigo, puede que me “salga de madre”. Como promesa: el día que levante una mano a Darío, para castigarlo, mi vergüenza será tan grande, que creo que nunca más podré volver a escribir sobre el sueño de ser su padre.

jueves, 13 de octubre de 2011

Treinta y Tres: El Aprendiz

El nombre de este blog, en gran medida, tiene que ver con la posición asumida de aprendiz, en esto de ser padre.  No hay intención de dar lecciones; de lucirse por las decisiones acertadas; de dar lástima por cada equivocación…se trata, simplemente, de compartir experiencias, ojalá de la manera más fidedigna posible, a objeto de aportar al conocimiento colectivo. O también -¿por qué no?-  a la emoción colectiva.

Como es poquito lo que sé, puedo ser presa fácil de quienes “vienen de regreso”, en relación a esta labor parental. A saber, los primeros y más cercanos: los abuelos, también conocidos como mis padres.

Mi relación con ellos, en esto de la crianza ha sido bastante cercana. Recuerdo haberles comentado, en entregas anteriores, que con la Andrea tenemos la suerte y tranquilidad de pasar cada mañana a dejar a Darío a la casa de su abuelita paterna, quien lo cuida, alimenta y entretiene entre lunes y viernes. Semana tras semana…
Esta circunstancia ha implicado establecer un vínculo distinto con mis papás, de manera de proteger nuestra relación de las malas interpretaciones y las posibilidades –siempre latentes- de entrar en un conflicto.

Como padres de experiencia, es inevitable que influyan de manera habitual en la vida de Darío y que, a veces, deslicen una opinión no solicitada, sobre alguna situación de crianza. Lo complejo es cuando esa costumbre se vuelve más intensa e invasiva, como siento que ha ocurrido en las últimas semanas.

Considero que, en general, soy bastante abierto para recibir feedback y, lo más importante, muy flexible, cuando se trata de modificar una decisión (si los argumentos son convincentes).  Pero cuando comienzas a escuchar críticas (de las malas solamente) en cuanto a los calcetines que le pusimos al pequeño; pasando por el tipo de comida que le damos y llegando al punto de cuestionar al médico que lo atiende, es hora de modificar en algo la estrategia receptiva.
En ningún caso es positivo (para ninguna de las dos partes), dar pie a respuestas terminantes o entrar en una polémica por las diferencias de opinión.  Se trata de ser empáticos (también desde ambos lados); de escuchar y de comentar con altura de miras, en qué radican esas divergencias.

Por ahora, estoy saliendo vivo del desafío. Sin embargo, ha habido momentos en que el choque generacional pudo pasar a planos superiores. Sobre todo, en esos minutos en que ni siquiera era necesario dar una opinión (la decisión ya se había tomado), y el aporte que necesitábamos, con Andrea, era distinto. Tiempo al tiempo.
 

martes, 4 de octubre de 2011

Treinta y Dos: ¿Dónde Estoy?

Darío debe seguir llorando en este momento. Hace unos minutos lo he vuelto a dejar en su Jardín, en un periodo en que comienza a acostumbrarse a un nuevo escenario matutino.

¿Puede haber una reacción más natural que llorar?...Te sacan de la seguridad del hogar; te alejan de los que quieres; te hacen compartir con personas que no conoces (y que ni te interesa conocer)...
Parte de las competencias más relevantes en el mundo de hoy, tienen que ver precisamente con la capacidad de adaptarnos y, especialmente, actuar de la mejor manera en momentos de crisis. Pero aun cuando pasen los años, hay circunstancias que nos sorprenden, nos emocionan y nos duelen. Es inevitable.

La lección que aprendemos en el Jardín (o en el primer día de clases de la escuela) es, claramente, "no puedes controlarlo todo". O mejor todavía, “siempre que creas que tienes todo bajo control, habrá algo que te demuestre lo contrario”.
Hay personas que colapsan, incluso, cuando deben cambiarse de lugar dentro del mismo piso de sus oficinas (lo he visto estos últimos meses, de cerca, en mi trabajo) mientras que, para otros, el cambio debe ser demasiado radical, como para que logre sacarlos de sus objetivos.

Todo cambio conlleva desafíos (no son “buenos” en sí mismos, como suelen decir algunos “motivadores”).  En el esfuerzo por sobreponernos y regresar a nuestros estados de equilibrio es que aprendemos de manera más directa. Es lo que llamamos experiencia y, más específicamente, conocimiento. Un intangible que ha desplazado hace rato a la “información”, como capital más importante para cualquier organización.

No lloré, ni tuve ganas de hacerlo. Tampoco me angustié. La profesora me quitó al pequeño de los brazos y me dijo “mientras más rápido se vaya, mejor”. Y eso fue lo que hice, no sin antes escribir un mensaje con detalles a considerar, para pegarlo en la mochila de mi hijo.

La Andrea, sin haber estado en ese momento, lo ha pasado peor que yo esta mañana. Traté de contarle lo mínimo posible. De hecho, ni siquiera la llamé, sino que esperé a que ella lo hiciera. Pero mis palabras estuvieron muy lejos de tranquilizarla.

“Le va a hacer bien”, dicen los papás amigos cuando les contamos de este paso en la vida de Darío. Y hoy, como que me da la impresión de que el argumento es real, porque pondrá a nuestro pequeño en un contexto mucho más ideal que el cotidiano, solamente con adultos. Y, sobre todo, porque lo pondrá en una situación abismante, dificultosa, de la que estoy seguro saldrá airoso. Como muchas veces durante su vida.