viernes, 22 de diciembre de 2017

Ciento Dos: Querido Santa

Querido Viejito Pascuero/ Santa Claus/ Papá Noel:

Llevaba mucho tiempo sin escribirte. Probablemente, porque durante varios años he estado más pendiente de emular tus pasos en esta época del año, que de exigirte algo en particular. Y no es que tuviera dificultades para encontrar algo que pedirte. Muy por el contrario, si realmente pusiera una lista de solicitudes en esta carta, sería bastante extensa.

También sé que ese listado no sería de objetos, sino más bien, de hitos, de experiencias, de cambios. De situaciones que, de vez en cuando, vienen y me dejan (nos dejan) herido, golpeado, con el ánimo y la esperanza algo perjudicados. Y es que los años le traen a uno lucidez, y cuando se es consciente de aquello, lo que llamamos realidad se vuelve mucho más impactante.

Me encantan los regalos –hacerlos y recibirlos- principalmente por lo que representan: eso de ponerse en el lugar de otro, demostrando cuánto nos conocemos. O cuánto queremos llegar a conocer a otro. Porque Navidad es precisamente una fecha sobre “los demás”, sobre reconocer a otras personas como parte de nuestro mundo; sobre dar relevancia al respeto que implica compartir un mismo espacio social; sobre recordar que existen personas que no lo pasan bien, que poseen dolores, que necesitan muchas veces, solamente afecto o unos minutos de atención.

Navidad es recordar que no estamos solos. Que, más allá de nuestras diferencias, podemos entendernos e, incluso, querernos, porque no se estima tanto lo que ya está en nosotros, sino aquello que nos completa y nos vuelve más plenos.

Mi lista no sería de cosas, sino de acciones que volvieran a encender la ilusión de humanidad que en esta fecha, se vuelve más urgente. Incluiría, por ejemplo, una mejor disposición con quienes compartimos un lugar de trabajo, para que dejemos de compartir “estados de ira”, en Facebook; para que comprendamos que así como muchas veces tenemos paciencia con personas, otros la tienen con nosotros más de alguna ocasión.

A propósito de redes sociales, pediría que, en general, valoráramos mayormente sus posibilidades, entendiendo que hace 20 años ni siquiera habríamos imaginado la opción de comunicarnos de manera tan real, directa e inmediata con tantas personas en el mundo. ¿Qué cantidad de conocimiento aún no compartimos? ¿Qué enorme bodega de buenos deseos tenemos aún cerrada en el corazón, porque hemos preferido quejarnos, antes que priorizar las buenas historias? Esas que inspiran, que ayudan a otros, que iluminan…

Esto último lo deseo fervientemente, porque lo he vivido. En redes sociales he hallado islas de esperanza, que me han rescatado de momentos difíciles, complejos. Me he reencontrado con personas con las que una nueva oportunidad ha surgido. He descubierto a mujeres y hombres con sueños, como yo, a los que no habría imaginado conocer, pero que han aparecido frente a mis ojos con sus logros y sus alegrías. Y también, con sus heridas circunstanciales.

Pediría que dejáramos de disfrutar el “mandar a la mierda” a otra persona. Que cayéramos en la cuenta de que esa satisfacción es tan efímera, como extensa la carga que nos obliga a llevar en adelante. Que no nos vuelve mejores que ayer, sino peores de lo que nuestro futuro sin escribir nos promete. Que tantas veces como insultamos a alguien, esa intención se almacena en otros, y contagia, de manera triste y eficiente, a toda una sociedad.

Incluiría en la lista una preocupación especial por los que siguen siendo postergados en el día a día: las mujeres; los ancianos; los niños. Las primeras, porque más allá de haber avanzado estos últimos años en equidad, seguimos considerándolas ciudadanas de segunda clase, incapaces de tanto, cuando tienen el mismo potencial que los hombres, para llevar a cabo lo que se propongan. Son fuertes, resilientes y se han superpuesto a las barreras invisibles de la norma. Ello, frente a los innegables privilegios que nos han correspondido a los hombres, de los que espero nos hagamos cargo cada vez más.

Por los ancianos, dado que hemos decidido –voluntaria o involuntariamente- dejar de tomarlos en cuenta. Nos reímos; hacemos burla del paso de los años, pero todos caminamos hacia esa edad que hoy no valoramos, aun cuando se trata del momento en que mayor claridad llegaremos a tener frente a la vida. Nuestros viejos requieren atención, reconocimiento y oportunidades, si están disponibles para tomarlas. Si no es así, démosles un merecido descanso por los años de trabajo entregados. Y recojamos y aprendamos de sus historias, porque son la memoria viva que estamos ignorando. Y ya sabemos qué pasa si dejamos de recordar.

De los niños, qué decir. Son la posibilidad del cambio viva. Y me entristece de manera profunda que les neguemos esa opción, por una u otra razón. Me apena que estén solos; que pasen hambre; que sean maltratados; que no accedan a la educación y la salud a la que tienen derecho. ¡Y me incomoda tremendamente que no los estemos escuchando! Si no tenemos tiempo para oír lo que tienen que decirnos, el problema es nuestro y debemos resolverlo. Esta Navidad, Viejito, te agradezco mucho pongas más énfasis en los libros, los rompecabezas, los viajes, los paseos, las pelotas de fútbol, básquetbol y otros deportes, los juegos de mesa y las bicicletas, para que compartamos mucho más en familia y menos frente a una pantalla (lo que corre tanto para adultos, como para niños).

La verdad sea dicha, Viejito, no quiero complicarte con listas, porque ya habrás recibido muchas, durante tantos años.

Esta Navidad te vuelvo a escribir porque tengo unas ganas enormes e incontrolables de decirte GRACIAS. De devolverte tantos años de alegrías pascueras (como destinatario y autor de regalos) y, al mismo tiempo, personificar en ti el agradecimiento infinito que tengo frente a la vida, porque como cantaba la Viola, me ha dado TANTO, que no tengo palabras, ni papel que aguante, para describirlo.

Gracias por los besos, los abrazos, la música, las comidas, las risas, la historia, el futuro, los sueños, el amor, la compasión, el deseo, la comprensión. Gracias por que hay otros, porque esos otros son distintos y porque hemos tenido la inteligencia para conocerlos, socializar y llegar a querernos. Gracias por los libros, los juegos, las penas que han dado paso a las alegrías; por las peleas que han dado pie al entendimiento; por las decisiones de otros que hemos sabido respetar, asumiendo con criterio que no siempre estaremos de acuerdo.

Gracias por el arte, las sorpresas, la nostalgia, la magia. Gracias por la opción de creer, aunque por estos tiempos el verbo esté tan desprestigiado. Porque no somos tontos ni ingenuos por entregar confianza, muy por el contrario, al entregarla estamos cambiando el mundo en cierta forma, conectando almas que pudieron nunca encontrarse.

Porque al fin y al cabo, qué importa ser tontos e ingenuos ante los ojos de los demás, si estamos abriendo la opción de recorrer caminos nuevos y sentirnos como lo hacíamos cuando te escribíamos esta carta, por esta misma fecha, llenos de ilusión por el regalo que estábamos seguros que llegaría. Y con tantas ganas de compartirlo con nuestros pares, fuera quien fuera, pues no sabíamos lo que era juzgar.

Éramos niños y entendíamos lo más importante: que había otro con una idea similar a la nuestra,  la de ser feliz. Y que esa felicidad podía ser colectiva, pareja y se podía construir entre varios, al tiempo que la disfrutábamos todos, sin excepción. Porque si alguien se quedaba fuera de la diversión, era integrado; porque si alguien había de llorar, era el momento de detenerse para saber qué pasaba; porque si alguien nuevo quería jugar, era el momento de la pausa para explicar lo básico y sumarlo rápidamente.

Gracias, Viejito, por existir y por seguir haciéndolo durante la eternidad y un día. Porque representas todo lo bueno que podemos llegar a ser, aunque sea en un espacio acotado del año. Porque nos recuerdas que en la entrega yace una de las claves de la felicidad que tanto nos esmeramos en encontrar. Porque eso de ser feliz mirando la sonrisa de los demás, es lo que aprendí de ti. Y más allá de ese personal estéreo o la bicicleta verde de Fuerza G en que aprendí a andar sin rueditas, ése ha sido tu mayor y más hermoso regalo.


R.T. (P.E.R.)