viernes, 26 de abril de 2013

Setenta y Uno: Perrito



Todos tuvimos algún objeto de devoción al cual aferrarnos en los momentos de mayor vulnerabilidad de nuestra infancia. Ni siquiera sabíamos qué significaba “ser vulnerable”; más bien actuábamos orientados por el instinto, que nos decía que “algo podía andar mal” si no nos protegíamos.

En lo personal, mi “tabla de salvación” era la almohada que yo llamaba “tuto” y que no podía faltar a la hora de dormir. De lo contrario, la ansiedad comenzaba a consumirme y la expresaba a través de la rabia y el llanto, con la consiguiente desesperación de mis padres.

Recuerdo una vez, un viaje a Chillán (a 400 kms. de Santiago, donde vivíamos), en que mis padres lastimosamente olvidaron el mencionado adminículo, cuya ausencia solo tomó preponderancia en la noche, cuando llegó el momento de acostarme. No había caso, me negué a todas las alternativas posibles, incluyendo una nueva almohada, que cosieron para la ocasión, pero que alegué que “no tenía el mismo olor”.

¿Caprichos de niño? Yo creo que más bien pasa por eso que mencionaba en el primer párrafo: la ligazón tan íntima entre la niñez y el instinto. Y cómo ese vínculo hace que relacionemos nuestra seguridad con los ruidos, olores, texturas que son conocidas y están validadas por nuestro corazón (¿dije corazón? Cerebro…cerebro)

Darío no podía ser menos y desde hace más de dos años que cuida y duerme con un ejemplar de la especia canina, al que llama, simplemente: “Perrito”. Es un peluche de tela de toalla, que llegó en brazos de su Nona (la mamá de la Andrea), quien se le llevó de regalo en una visita cualquiera, a propósito de nada.

Estábamos lejos de adivinar la relación que iban a establecer ambos con el tiempo. Creo que el lazo es extremadamente profundo, aunque con características diferentes al de Lynus y su “mantita” (“Peanuts”)…o al de Andy con Woody (“Toy Story”)…o la maravillosa amistad de Calvin y su tigre Hobbes.

Darío no juega con Perrito en todo el día, pero sabe que llegada la hora de dormir, estará para acompañarlo. Hay incondicionalidad, y reciprocidad, pues el desayuno es junto a él, en la cama, compartiendo cereales. Y existe también la preocupación por saber que está cerca, acompañándolo. Por eso, aunque en el Jardín los niños no lleven juguetes, él se permite tener a Perrito en su mochila, sabiendo que en cualquier momento podrá acudir en su ayuda, si algún problema se presenta.

Ni les cuento que Perrito está al borde de la desaparición, luego de varios lavados (no tantos, por el miedo a que se desarme). Hay altas probabilidades de que en algún momento colapse, aunque hemos mantenido el máximo de cuidado sobre su ya desvencijado cuerpo. Ha sobrevivido a olvidos; caídas en la calles; minutos abandonado en la vereda…y sigue con nosotros. Su historia de vida es tan alucinante, que estoy comenzando a creer que su llegada nada tiene que ver con la casualidad. En realidad ¿Algo lo tiene?

martes, 9 de abril de 2013

Setenta: Yo "Cuedo"


Me encanta que mi hijo tenga la convicción de siempre estar capacitado para hacer las cosas. Como no conoce los alcances del desafío que tiene por delante (y que llama tanto su atención), se aventura con su frase favorita de estos días, "yo cuedo" y comienza a experimentar. Como si conociera ese viejo refrán, "echando a perder se aprende".

Lo paradójico, es que transcurridos algunos instantes -y si sus esfuerzos son infructuosos- lanza la segunda más popular de su repertorio de frases: "papi, ayúdeme".

No heredó mi paciencia, la verdad, pero eso lo hace más increíble para mí. En su ansiedad, veo los gestos y reacciones de la Andrea, y me fascina que ese traspaso generacional se haya dado tan natural, tan lógico. Y, sobre todo, que aún así distingamos en él un estilo particular. Uno muy definido.

Es motivante para mí ver que no considera la existencia de imposibles y, al mismo tiempo, es decepcionante el autoanálisis sobre mi propio comportamiento frente a las cosas que hoy enfrento. ¡Cómo me ahogo con vasos de agua, sin siquiera dar oportunidad a la generación de soluciones! ¡Cómo derrumbo mis sueños, cuando apenas los acabo de construir!

La seguridad del mundo conocido es agobiante, sin duda. Pero tan cómoda, que no damos oportunidad a un cambio de camino; preferimos los sabores de siempre y nos da mucho miedo inventar algo nuevo.

Para Darío todo lo desconocido es ocasión de pasarlo bien. Salvo que yo le indique que algo tiene un carácter “peligroso”. En ese caso, él observa con atención si dicha descripción le hace sentido, y si esto es así, la incorpora dentro de su visión de mundo en plena formación. Hoy, por ejemplo, en las grandes tiendas de retail ve una de las escaleras que usan los reponedores, me mira, y me dice: “papi, la escalera es muy peligrosa”.

En estos días, el “yo cuedo” sigue siendo la gasolina de su motor y lo es también del mío. Ya no me precipito como antes para protegerlo frente a lo que creo, puede complicarlo. Si el contexto lo permite, lo vigilo para monitorear su reacción y ayudarlo, si llega a necesitarlo.

¿Y yo? Bueno, he incorporado la frase a mi discurso cotidiano, como un bálsamo cuando las piernas ya comienzan a acalambrarse, o la cabeza duele de tantas horas frente a una pantalla. Pero no solo eso: gracias a Darío y su declaración habitual y sencilla de poder, hoy estoy dándole una nueva oportunidad a mis sueños. Recuperando promesas que pensé que había guardado para siempre.