jueves, 25 de mayo de 2017

Noventa y Siete: Ocho Años que ya son Eternos

Cuando comencé a escribir este blog, mi hijo tenía dos años. Y con la Andrea vivíamos de manera frenética, por los cambios que había significado su llegada. Bellos momentos son ahora en nuestra memoria, y han sido reemplazados por otros instantes cotidianos, también cargados de significado y de belleza, pero en un sentido bastante más reflexivo y menos intenso, o vertiginoso.

No hay edades más simpáticas o más inolvidables, como para poder clasificar la infancia de nuestros hijos. Todas las etapas representan desafíos y entregan recompensas intangibles que, como padres, sabemos guardar siempre en algún lugar de nuestro corazón (tiene más Gigas de lo que podríamos imaginar).

En 8 años no me he vuelto más sabio, pero sí menos incompetente, aunque a veces tenga que lidiar con mi torpeza intrínseca. Me sigo equivocando como papá y esposo, pero todavía cuento con almas que saben y son capaces de perdonar mis caídas. No voy por la vida dando lecciones, pero sí contando historias, cuando hay personas de confianza que me piden compartirlas.

Siento que soy padre y me llena el alma ser consciente de esa felicidad cada mañana y en ese minuto antes de cerrar los ojos para dormir –de manera automática, a estas alturas de la vida- pero también siento que sigo siendo hijo y me hace feliz tener a mis padres aún cerca de mí, como para nutrirme de su experiencia y, sobre todo, de su cariño.

Son 8 años de paternidad que, gracias al cielo, he recorrido de la mano junto a una mujer excepcional, que agradezco nunca haya sido mi amiga, sino siempre una compañera con la libertad para cuestionar permanentemente todo; como para no estar de acuerdo conmigo; como para tomar decisiones por su propia cuenta, cuando fuese necesario, en virtud de la confianza que tenemos.

Por estos días veo a Darío con ojos diferentes. Hemos estado más cerca que siempre, según mi percepción, en cuanto a compartir cosas, conversar, darnos tiempo para nosotros. Y hay un par de momentos de la jornada en que no puedo evitar abrazarlo, con ganas de retener esos segundos para siempre: en la mañana, cuando lo dejo en la escuela y corre por el pasillo hasta su sala…y en la noche, cuando se lava los dientes, se pone el pijama y alcanzamos a leer la parte del libro en que estamos avanzando…


Dice un amigo al que quiero harto, “uno es feliz con tan poco”…y creo que tiene razón, pero no en lo literal de la frase, sino en la segunda lectura de la misma: tenemos a mano la posibilidad cierta de disfrutar y reír por aquellas certezas diarias que nos brindan los afectos…y olvidarnos por un buen rato de los inconvenientes aburridos, que a veces nos torturan, y que solemos llamar quién sabe por qué razón, “problemas”… 

martes, 2 de mayo de 2017

Noventa y Seis: Nunca Olvidaré este Día

Un estupendo profesor, no hace mucho, me mostró la fuerza que tiene la emoción para el recuerdo. En la práctica, lo que nos transmitió a mí y mis compañeros de taller, es algo muy sencillo, que hoy comparto también con mis alumnos: para comunicar de manera efectiva, hay que emocionar a nuestro público.

Funciona para cualquier tipo de transmisión de mensaje y basta con hurgar dentro de nuestra propia memoria, para comprender lo bien que funciona. Todos, por ejemplo, recordamos a cabalidad el día en que nos graduamos de la escuela, pero ni de casualidad tenemos registro del día anterior a ése, o el posterior. Fueron jornadas sin razones para dejar huella, días como muchos otros, que hoy yacen perdidos en algún rincón de nuestro cerebro.

Como papás, una de nuestras misiones principales es emocionar, ¡qué duda cabe! Y por más difícil que se vaya poniendo ese desafío con el correr de los años, seguimos siendo sus principales responsables. Para quienes guardamos nuestra infancia como un tesoro, especialmente, esto es una premisa de vida, pues queremos que los niños vivan y superen nuestros recuerdos. Queremos que esas imágenes les acompañen para siempre.

Cada cierto tiempo, al acostarse, Darío cierra su día con una frase que me permite asegurar que lo realizado estuvo a la altura de las circunstancias. Me mira muy seriamente, y me dice: “Papi, nunca olvidaré este día”. Yo le digo que eso me hace muy feliz, lo arropo, y me llevo a mi cama esa sensación inigualable que entregan las palabras de agradecimiento de un niño, por teñir de magia uno de sus días.


He ahí el mejor combustible para las nuevas ideas parentales; para los esfuerzos adicionales; para incorporar nuevos criterios de priorización en nuestras –a veces- aburridas vidas de adultos. ¡Qué mejor recompensa que haber construido un recuerdo nuevo, en el cerebro de nuestros hijos! ¿Hay un producto más noble que la memoria, tesoro intangible, misterioso y cálido, que nos acompaña toda la vida, y nos acoge en los momentos más difíciles?