viernes, 29 de julio de 2011

Veintitrés: Cuestión de Fe

Ayer estuve expectante, todo el día, frente a la noticia que daba cuenta de un posible avistamiento de la pequeña Madeline McCann, en la India. Apenas duró un par de horas la ilusión, pues nuevas informaciones revelaban que sus padres habían descartado que fuese ella.

Son cuatro años ya, desde su desaparición. Tanto, como para que muchos medios hayan obviado este nuevo incidente y tanto, también, como para que algunos preguntaran, extrañados, “¿quién es Madeline?”.

No me cabe duda que los padres de Maddie jamás han dejado de buscar. Que han gastado lo que tenían, lo que no tenían y lo que les han aportado en estos años, en investigadores privados, redes de informantes, fotografías…todo lo que, de alguna manera, pueda representar una nueva esperanza.

Apostaría a que en estas casi 1.500 noches, no han vuelto a descansar durmiendo. Muchas de ellas, se han amanecido insomnes, conversando, pensando, imaginando y, sobre todo, llorando.  Reflexionando sobre cómo pudieron ocurrir las cosas; qué pudieron haber hecho distinto y cuál es el porcentaje de culpa que les corresponde, por haber bajado a distraerse y dejar a sus niños durmiendo en la habitación de un hotel en Portugal.

Sufro con lo que les pasa, porque me identifica no solo como papá, sino como ser humano. Me duele en el alma enterarme de los esfuerzos infructuosos que han hecho para recuperar a su pequeña, porque esos afanes cada vez están más ligados a la fe y menos a la “realidad”.

Y hablo de una fe que no está ligada necesariamente a la religión. Me refiero a esa fe humana, intrínseca, que sacamos a flote cuando nos vemos en problemas sobre los cuales no tenemos control. Cuando las posibilidades se han agotado y nos aferramos a las dos o tres que quedan. O, sencillamente, a la última.

Y cuando escribo esto, vuelvo a emocionarme, porque si esa fe pudiera convertirse en energía, estoy seguro que tendría la de 100 centrales hidroeléctricas; o la que puede generar todo el petróleo del mundo…Lo paradójico, es que la fuerza que genera esa fe está construida sobre nuestras debilidades. No podría ser de otra manera, si comienza a aflorar y a fluir cuando las respuestas desaparecen y todo se vuelve en contra nuestra, confundiéndonos.

Los padres de Maddie seguirán buscando, aun cuando a nosotros se nos olvide lo que pasó. Bajo otros contextos, puede que también debamos vivir nuestras propias búsquedas y, por supuesto, apelar a la fe, independiente de si  somos o no padres. La conciencia que vamos adquiriendo respecto de nuestras limitaciones de naturaleza es, en definitiva, la que nos fortalece. Y es la que nos permite volver a levantarnos, poner las manos sobre nuestras heridas y esperar que el tiempo nos ayude a sanarlas.

viernes, 22 de julio de 2011

Veintidós: Despegar (se)

Para criar y cuidar de Darío hemos contado con la ayuda invaluable y rigurosa de mi madre, cuyos cuidados para su nieto son verdaderamente tranquilizadores para nosotros. Descansamos en ella, y sentimos que su presencia nos da ese margen de acción tan difícil de recuperar, desde que creció nuestra familia.

Algunas de las decisiones que hemos tomado con la Andrea han reducido todavía más ese margen.  Una que no entiende la mayoría, por ejemplo, es que todavía no tengamos una niñera de tiempo completo para Darío. Por cierto que nos permitiría contar con ciertas libertades, pero en cierto momento optamos por privilegiar el tiempo que nosotros pasamos con él y aprovecharlo “a concho”.
Ello ha significado realizar enormes sacrificios físicos y anímicos, puesto que el resto de las actividades deben seguir funcionando como siempre: las horas extras en nuestros trabajos; los espacios para “sentarnos” a comer; las clases que debo preparar para mis alumnos…Otras, definitivamente han entrado en etapa de “rediseño”: hablo de los espacios “íntimo-recreativo-culturales” del tipo “veamos una película”; “retomaré este libro” o (¡vaya qué importante!) “esta noche durmamos sin pijama”.
Dado que Darío se duerme tarde, he debido acomodar metabolismo y costumbres a una rutina de 5 a 6 horas de sueño, con la que creo haber conseguido convivir. Al menos, por el momento.
Pendiente sigue el paso que debemos dar hacia espacios en que recuperemos la tranquilidad del “nosotros”. Antes de eso, debemos recorrer un camino gradual que parte por sentir que es necesario avanzar y despegar (se), pues independiente que todo gire en torno a Darío, hay vida más allá (y desde antes que él nos regalara su presencia).
Pasar una noche fuera…vivir un fin de semana en otra parte…viajar…sin Darío, difícil, pero no imposible. La Andrea se negaba sistemáticamente a dejarlo con mi madre y hoy ya se está abriendo a la posibilidad de hacerlo una noche (al menos). Quizá si el problema de fondo es que en dos años y algo no nos hemos preocupado de “entrenar” a alguien más en el arte de cuidar al pequeño y siempre debemos acudir a mi “vieja”.
También por esa razón los fines de semana  pasamos 24x7 con Darío y no se programan salidas sin su presencia. “Tu madre lo cuida de lunes a viernes”, dice la Andrea y tiene mucha razón. ¿Si me siento incómodo con la situación? Probablemente durante los primeros meses lo fue, y mucho. Hoy asumo que existen beneficios extraordinarios para mi hijo, que marcarán diferencias en su desarrollo. Frente a eso, creo, vale la pena (y la alegría) tener un poco de paciencia.

viernes, 15 de julio de 2011

Veintiuno: Papá debes serlo (y parecerlo)

El nacimiento de un hijo, junto con la logística y reestructuración interna que trae hacia la vida cotidiana, abre una compuerta gigante hacia el análisis del propio comportamiento y cuán conformes nos sentimos con nuestras decisiones (suena confuso, pero no desesperen, me explicaré).

Hay mucho de ética en la aventura de tener un hijo (o todo, en realidad). Claro, si se trata de una decisión tomada en libertad (aunque sea sorpresiva la llegada de un bebé, el riesgo fue tomado a conciencia), la misma que es inherente a nuestra condición de personas, y que nos invita a pensar y repensar en cada paso que damos, o que dimos.

¿Qué tan contento estoy conmigo, como para proyectarlo hacia mi hijo? Es la pregunta que ha rondado en mi cabeza, desde el nacimiento de Darío. Y el margen para seguir pensando en aquello se agota cada día, porque mi pequeño crece, está cada vez más conciente de lo que ocurre a su alrededor y realiza cada vez más juicios respecto a mi actuar.

Y quizá ni siquiera exista este periodo que señalo, puesto que hace poco leía un estudio de la Universidad de  Yale, que demuestra que los niños de seis meses de edad ya son capaces de tomar decisiones éticas, basadas en juicios que cualquiera de nosotros hace habitualmente. Entiendo que se les exponía a la interacción entre distintos juguetes, en que unos ayudaban a otros a sortear ciertos obstáculos, mientras que otros bloqueaban dichos intentos. Los pequeños, al apreciar la situación, optaban por jugar con los juguetes “ayudantes”, al considerarlos “buenos”.

Los padres estamos “en vitrina”. Y constantemente el desafío es estar a la altura de esa exposición, digna de un reality show. Los niños miran, capturan, repiten…sobre todo, repiten lo que ven y les resulta atractivo como modelo. Cada cosa que decidimos hacer junto con ellos (o mientras ellos nos observan), debe llevar necesariamente una reflexión sobre la “corrección” de nuestro comportamiento.

Eso es ética. No es necesario profundizar en Aristóteles para entenderla (bueno, si tiene tiempo, ¿por qué no?). Basta con no perder de vista que lo que hacemos tiene un significado inherente…que los límites para nuestras decisiones cambiaron, porque ya no me afectan solo a mí…y que lo que proyectamos no es una “idea de mí”, sino que debiese estar en coherencia con la esencia que nos acompaña desde siempre.

Más allá de esas “mentirillas” con que manejamos a los niños hasta avanzada edad, la lucidez de la infancia puede descubrir y dejar en evidencia esa verdad que, reiteradamente, nos esmeramos en ocultar. Y la consecuencia no puede ser peor para un alma inocente: eso que llamamos desilusión.


“Solo tú puedes decidir qué hacer con el tiempo que se te ha dado”, Gandalf





lunes, 11 de julio de 2011

Veinte: Papá Ferpecto

Hay lectores que han construido una imagen no del todo fidedigna respecto de este servidor. Y es lógico, si en 19 capítulos he alabado innumerables rincones de la paternidad, junto con describirles mi goce por tener la oportunidad de vivir esta etapa.

La verdad es que vivo cometiendo errores. Como usted, lector, o como usted, visitante, este escritor aficionado es un ser humano, lleno de defectos, vicios y decisiones absurdas.

Y sufro, pienso y miro hacia adelante, pensando que habrá nuevas y mejores oportunidades para lucir mi capacidad de rehacerme. Con toda la dificultad que ello implica.

No soy perfecto (¡vaya descubrimiento!). Y con Darío me he equivocado en numerosas ocasiones: al principio, al no adivinar su hambre y sus mudas; al no descubrir las razones de su llanto; al no abrigarlo lo suficiente o darle la comida demasiado entera.

Pero quizá donde más se notan mis debilidades, es cuando por agotamiento o pérdida de paciencia pienso: "por qué alguien no puede cuidar a este niño, mientras duermo, leo o escucho un buen disco..."

Lo disfruto a concho, pero soy vulnerable a la exigencia que impone a veces la paternidad. Y como, aunque no nos guste, siempre debemos terminar cediendo, pues ellos son lo más importante.

Tal vez, a estas alturas de esta entrega, usted está pensando: "parece que no es un papá tan ideal". Yo le respondo: "efectivamente, no lo soy".

Estoy casi igual de lejos de la perfeccion que en un principio, pero eso no es un obstáculo para mejorar. Al contrario, es el aliciente que uno requiere para sentir que las cosas no son estáticas. Que podemos modificarlas.

Y cuando me siento mal por "cansarme de Darío", trato de convertir esa percepción en un impulso positivo, al tiempo que me convenzo de que es natural e inevitable que ocurra. Y que no puedo eliminar esa reacción, pero sí puedo aprender a administrarla.

Nadie es perfecto, dicen, y suena a consuelo sencillo de aplicar. Sin embargo, hay cosas que nos hacen únicos y dentro de ellas se encuentra la manera en que entendemos la propia imperfección; cómo lidiamos con nuestros errores y de qué forma escapamos de la frustración. Una de las vías más indispensables para poder seguir viviendo.

viernes, 1 de julio de 2011

Diecinueve: Mi papá me mima

"Darío es de piel", dice mi madre, y con ello resume el agrado que siente nuestro pequeño por el contacto físico. Es de los que se acerca y abraza, por ejemplo, a propósito de nada, solo por el gusto de sentirnos cerca.

Suerte nuestra, digo yo, porque con la Andrea somos de hacernos cariño, regalonearnos, tocarnos. Nos encanta demostrar físicamente que nuestra atracción esta vigente, y más viva que nunca.

Dicen que esa tendencia se genera en los ambientes en que uno crece y, en virtud de aquello, debería agradecerle a mi madre. Cariñosa ella, siempre me expresó su amor a través de besos, abrazos o palabras dulces.

A mi padre le costaba más. Ya sea por formación, por experiencia o, simplemente, porque no le nacía. No le reprocho nada. Ni tampoco este capítulo pretende hacer un juicio sobre "¿qué es mejor?".

Simplemente, estas líneas pretenden volver sobre esa idea que, seguro, todos compartimos: cada persona expresa el amor de manera distinta (o mejor aún, "el amor se expresa de manera diferente a través de cada persona").

Y asi como en nuestra juventud tuvimos pololeos del tipo "lapa", tambien los hubo del estilo "polo norte", en los que apenas si nos saludamos y nos despedimos con un beso en los labios de nuestra pareja.

A mí, lo menos, me gusta que Darío sea pegote. Y le fomento esa tendencia abrazándolo, besándolo, alzándolo, mientras él se entrega a una exquisita y sincera carcajada (y trata de zafarse para seguir jugando).

Años faltan aún para la etapa del rechazo...cuando sienta vergüenza de abrazarnos en público a la Andrea o a mí (no pienso obligarlo). Entonces tendremos la certeza de estar caminando vertiginosamente a su adultez. No sé si a esas alturas siga escribiendo esta bitácora, pero corresponderá escribir líneas de nostalgia.

En el intertanto, su papá lo mima y le hace sentir esa incomparable seguridad de sentirse acogido, protegido y, como consecuencia, inmensamente feliz.