Un estupendo profesor, no hace mucho, me mostró la fuerza
que tiene la emoción para el recuerdo. En la práctica, lo que nos transmitió a
mí y mis compañeros de taller, es algo muy sencillo, que hoy comparto también
con mis alumnos: para comunicar de manera efectiva, hay que emocionar a nuestro
público.
Funciona para cualquier tipo de transmisión de mensaje y
basta con hurgar dentro de nuestra propia memoria, para comprender lo bien que
funciona. Todos, por ejemplo, recordamos a cabalidad el día en que nos
graduamos de la escuela, pero ni de casualidad tenemos registro del día anterior
a ése, o el posterior. Fueron jornadas sin razones para dejar huella, días como
muchos otros, que hoy yacen perdidos en algún rincón de nuestro cerebro.
Cada cierto tiempo, al acostarse, Darío cierra su día con
una frase que me permite asegurar que lo realizado estuvo a la altura de las
circunstancias. Me mira muy seriamente, y me dice: “Papi, nunca olvidaré este
día”. Yo le digo que eso me hace muy feliz, lo arropo, y me llevo a mi cama esa
sensación inigualable que entregan las palabras de agradecimiento de un niño,
por teñir de magia uno de sus días.
He ahí el mejor combustible para las nuevas ideas parentales;
para los esfuerzos adicionales; para incorporar nuevos criterios de
priorización en nuestras –a veces- aburridas vidas de adultos. ¡Qué mejor
recompensa que haber construido un recuerdo nuevo, en el cerebro de nuestros
hijos! ¿Hay un producto más noble que la memoria, tesoro intangible, misterioso
y cálido, que nos acompaña toda la vida, y nos acoge en los momentos más difíciles?
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