Creo que todos hemos vivido momentos de pesar alguna vez.
Más de alguno, hemos tenido la sensación de que será difícil salir de la pena y –en un acto de suma valentía- hemos decidido
pedir ayuda a personas que saben del tema, para que nos muestren algunas
puertas.
A mí me pasó (quizá también a ustedes) en la
adolescencia, como consecuencia de mi búsqueda de sentido. Lo pasé mal, lloré
bastante y finalmente vi que por delante había muchos nuevos y radiantes días
para disfrutar de innumerables experiencias que valían la alegría (no la pena).
Hubo un momento especial, en que caí en la cuenta de que por alguna razón, mi
estado más natural era el de la tristeza. Y no fue un descubrimiento dramático,
sino por el contrario, significó entender por fin mis particularidades. Por
ejemplo, esa tendencia media masoquista, de poner los discos más tristes y ver
las películas más emocionantes, en los momentos más angustiantes.
Con el tiempo y el continuo proceso de autoconocimiento,
aprendí a “Administrar la Tristeza”. Así, como lo leen. Creo que era inevitable
que eso ocurriera, si quería sentirme satisfecho de mi mismo, sin deudas
emocionales en el camino. ¿Por qué no podría existir un concepto así, si todo
el tiempo estamos leyendo libros, ensayos o discursos sobre la Administración
del Cambio, del Conocimiento, de las Personas…todas ideas sobre el control de
espacios emotivos, más que materiales.
En la labor de padre, Administrar la Tristeza se ha
vuelto para mí un eje primordial. Los niños esperan que siempre estemos
enteros, sólidos, sin vacilaciones, y trasladar nuestras emociones al terreno
en que interactuamos con ellos, puede resultar chocante. Ahora mismo, vengo
saliendo del impacto de un dolor grande, y me he sorprendido gratamente de lo
capaz que he sido de no transmitir esos sentimientos a Darío. De hecho, ha sido
él con su sonrisa, sus conversaciones, sus conclusiones sobre el mundo, uno de
los grandes facilitadores de mi recuperación.
Darío sigue estando ahí, recordándome que aun cuando el
mundo se vea oscuro, tengo suficientes razones para sentirme feliz. Y, más aún,
agradecido de lo que me he decidido vivir. Ni hablar de la Andrea, con quien el
lazo es todavía más antiguo y cada vez más hermoso, por los cambios y
experiencias que nos han regalado los años queriéndonos.
Leo mis palabras hasta acá y reconozco una claridad que,
por supuesto, no era tal en los momentos más duros. Así mismo pasa al lado de
nosotros, cuando no sabemos cómo levantar a aquellos que vemos sufrir por
alguna razón. Qué difícil resulta encontrar las palabras adecuadas para aliviar
una pena, más todavía cuando entendemos las razones y nos identificamos con
ellas. Qué difícil resulta ponerse en la piel de los demás, cuando estamos
pasando por un momento muy diferente.
Estos días hay personas que me han obsequiado palabras de
aliento, de cariño, de compasión, de alivio. También silencio, porque siempre
es necesario contar con él, cuando nos toca pensar respecto de lo que nos pasa.
Todo ha sido bien recibido, porque más allá de las intenciones de quienes me
rodean, mi actitud ha sido abierta y sensible. Desde mi dolor, decidí recibir
todo lo que viniese mirando con la esperanza a tope. Pensando cada día en la
misma frecuencia que el presidente Mujica, de Uruguay, cuando dijo tan
sencillamente: “Siempre que llovió, paró”. Por acá estoy, secando cada cierto
rato los rincones que todavía están húmedos, pero consciente de que el cielo
seguirá cambiando.
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