Me encantan los animales, pero creo que el crecimiento de
los movimientos para defender sus derechos, son reflejo también de la
incredulidad frente a lo que llamamos “humanidad”. Las personas tienden cada
día más a preferir la fidelidad de una mascota, antes que las sinuosidades del
comportamiento de un amigo/pareja/familiar. Bastante comprensible, aunque estoy
lejos de asumirlo como un lineamiento personal.
La vida está llena de riesgos. Y uno de los principales
dice relación con el vínculo que establecemos con las demás personas. Podemos discutir cuáles son las razones, pero
hoy enfrentamos al mundo con diversos escudos, corazas y campos de fuerza,
dependiendo de las experiencias personales.
Los niños, en cambio, se entregan siempre al 100% frente
a cada oportunidad que se les presenta. No clasifican a las personas, no las
juzgan a primera vista, no las critican, no hablan mal de ellas cuando no
están. De hecho, comienzan siempre de la base de que todas las personas son
buenas. Durante las últimas semanas, por ejemplo, me ha hervido la cabeza
respondiéndole a Darío su pregunta recurrente “¿Por qué algunas personas son
malas?
A mí mismo, me cuesta responder a esa pregunta. Y es
inevitable recordar la época en que nuestras creencias infantiles comienzan a
caer una a una, como piezas de un dominó, dejándonos en una orfandad bastante
impactante, pues nos devuelve a nosotros la decisión respecto a ¿Cómo
enfrentaremos al mundo ahora que sabemos todo esto?
Elegí varias maneras durante años. Pero hace un tiempo me
estacioné en mi preferida: la de seguir creyendo. Sí, porque aunque el mundo se
obstine en decirte que las personas no son de fiar; que lo pasarás mal; que te
harán sufrir; lo he pasado mucho mejor y he disfrutado muchas más cosas,
manteniendo la fe a tope.
Lo de perder o salir trasquilado es parte de la vida.
Casi, diría yo, del encanto de la vida.
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