Las madres son expertas integrales en su labor y
está bien que así sea. Saben qué hacer en los casos más extremos y más aún, son
capaces de anticipar posibles problemas o dificultades respecto de sus hijos y darse
maña para no perder de vista a su pareja (aunque está claro con quien acudirán
en caso de priorizar)
Su regazo nos recibe sin condiciones cada vez que nos sentimos abatidos,
o cuando simplemente, requerimos que nos mimen con el plato de comida que más
nos gusta, o con esa frase que huele a “mentira blanca”, para darnos a entender
que todo está bien. O que todo mejorará.
La paternidad, a la luz de la descripción anterior, asoma como algo bastante
más caótico e intuitivo. Eso, por lo menos, desde mi humilde experiencia de
cuatro años en este “trabajo”.
Creo que sigo buscando una “identidad” paternal, frente a Darío. Y así
como adherí a cierto estilo el primer o segundo año de su vida, hoy busco nueva
maneras de vincularme con él, y adivinar la manera en cómo me ve dentro de
nuestra casa…¿Soy la autoridad, como lo fue mi viejo? ¿Soy el que acoge y la
Andrea es la “policía”? ¿Soy un amigo…un compañero de juegos?
Puede que nuestra presencia y aporte de padres no sean tan visibles ante
la opinión y tradición pública. Pero no es menos cierto que cada vez que se
acerca un nuevo día del padre, caemos en la cuenta de lo especial que es la
relación que hemos establecido con nuestro progenitor; de cómo gran parte de lo
que somos tiene que ver con lo que ellos nos entregaron (muchas veces,
indirectamente) y cómo pasaron para nosotros de ser héroes con grandes poderes,
a personas de carne y hueso, capaces de tomar grandes decisiones. Trascendentales
decisiones.
Me cuesta ver muchas cosas que el ojo femenino
logra apreciar milimétricamente. Principalmente, eso que llamamos el ahora…la realidad
tangible. Como papá, estoy más pendiente de soñar, de alucinar con las
posibilidades de aprendizaje que están al alcance de Darío, de visualizar todo
lo que lo está a su alcance, en términos de influencia.
Espero no estarles confundiendo. No es mi idea de
padre pensar en Darío en una vía para satisfacer mis propias ilusiones
truncadas (aunque el ego nos empuje permanentemente hacia ello). En realidad,
me hago cargo de una vieja frase que leí alguna vez, y que me identifica
plenamente en esta búsqueda: la mente de Darío no es un recipiente para llenar,
sino una lámpara para iluminar…
Hoy siento que cambié todas esas ilusiones
iniciales, por una sola ilusión: la de que logre ser una gran persona (bajo su
propio análisis!!) y que en ese camino mi recompensa sea la emoción. ¡Porque
desde que soy esposo y padre, a esa emoción permanente, le llamo “vida”!
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