A través de las redes sociales, me he enterado de la
masiva devoción que por estos días, existe por dormir. Y, más específicamente,
por dormir hasta tarde.
En lo personal, tengo algunas mañanas más complicadas que
otras, a la hora de despertar. Pero esas fluctuaciones pasan más por la
proyección mental que hago del día que comienza, que por horas de sueño que me
hayan quedado pendientes.
Hoy, más que siempre, siento que duermo lo justo y
necesario (entre seis y siete horas) y que no demoro demasiado en asumir una
mirada optimista y positiva de lo que está por venir. Más todavía, si se trata
de un sábado o un domingo…Y no porque no me guste mi trabajo…Solo que me gusta
más mi familia…
¿Siestas? Ya ni recuerdo lo que son…la Andrea las había
eliminado mucho antes de llegar Darío, por esa obsesión que tiene de estar
siempre haciendo algo. Si me ve tranquilo, pensando en la nada misma…deberé
atenerme a las consecuencias.
Hace años –desde que nació nuestro hijo- que no tengo la
oportunidad de dormir hasta tarde durante un fin de semana. Y hablo muy en
serio cuando les digo que no lo echo de menos (algo que, claramente, no
comparte la Andrea, que siempre ha tenido una relación especial con las
sábanas).
Darío es de los que despierta a la misma hora de lunes a
lunes. Y me ha transmitido esa costumbre casi religiosamente. Y es así que tanto el sábado, como el domingo,
me encuentro cerca de las 7.30 al pie del cañón, duchado, vestido y disponible
para hacerme cargo de los pendientes “hogareños”, comenzando por el desayuno.
“Ya habrá tiempo para dormir, cuando muera”, suelo
repetirle a la Andrea, citando una frase que leí no sé donde, ni cuándo, pero
que me identifica en esta etapa de la vida. Más que en cualquier momento, hoy
siento que si duermo, me estaré perdiendo de algo importante.
Otra cosa que agradecer a mi hijo…la valoración
permanente del tiempo. Su consideración como un tesoro, imposible de
desperdiciar y la consciencia profunda de que cada decisión es importante,
porque involucra segundos…minutos…horas…
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