Todos tuvimos algún objeto de devoción al cual aferrarnos
en los momentos de mayor vulnerabilidad de nuestra infancia. Ni siquiera
sabíamos qué significaba “ser vulnerable”; más bien actuábamos orientados por
el instinto, que nos decía que “algo podía andar mal” si no nos protegíamos.
En lo personal, mi “tabla de salvación” era la almohada
que yo llamaba “tuto” y que no podía faltar a la hora de dormir. De lo
contrario, la ansiedad comenzaba a consumirme y la expresaba a través de la
rabia y el llanto, con la consiguiente desesperación de mis padres.
Recuerdo una vez, un viaje a Chillán (a 400 kms. de Santiago,
donde vivíamos), en que mis padres lastimosamente olvidaron el mencionado
adminículo, cuya ausencia solo tomó preponderancia en la noche, cuando llegó el
momento de acostarme. No había caso, me negué a todas las alternativas
posibles, incluyendo una nueva almohada, que cosieron para la ocasión, pero que
alegué que “no tenía el mismo olor”.
¿Caprichos de niño? Yo creo que más bien pasa por eso que
mencionaba en el primer párrafo: la ligazón tan íntima entre la niñez y el
instinto. Y cómo ese vínculo hace que relacionemos nuestra seguridad con los
ruidos, olores, texturas que son conocidas y están validadas por nuestro
corazón (¿dije corazón? Cerebro…cerebro)
Darío no podía ser menos y desde hace más de dos años que
cuida y duerme con un ejemplar de la especia canina, al que llama, simplemente:
“Perrito”. Es un peluche de tela de toalla, que llegó en brazos de su Nona (la
mamá de la Andrea), quien se le llevó de regalo en una visita cualquiera, a
propósito de nada.
Estábamos lejos de adivinar la relación que iban a
establecer ambos con el tiempo. Creo que el lazo es extremadamente profundo,
aunque con características diferentes al de Lynus y su “mantita” (“Peanuts”)…o
al de Andy con Woody (“Toy Story”)…o la maravillosa amistad de Calvin y su
tigre Hobbes.
Darío no juega con Perrito en todo el día, pero sabe que
llegada la hora de dormir, estará para acompañarlo. Hay incondicionalidad, y
reciprocidad, pues el desayuno es junto a él, en la cama, compartiendo
cereales. Y existe también la preocupación por saber que está cerca,
acompañándolo. Por eso, aunque en el Jardín los niños no lleven juguetes, él se
permite tener a Perrito en su mochila, sabiendo que en cualquier momento podrá
acudir en su ayuda, si algún problema se presenta.
Ni les cuento que Perrito está al borde de la
desaparición, luego de varios lavados (no tantos, por el miedo a que se
desarme). Hay altas probabilidades de que en algún momento colapse, aunque
hemos mantenido el máximo de cuidado sobre su ya desvencijado cuerpo. Ha
sobrevivido a olvidos; caídas en la calles; minutos abandonado en la vereda…y
sigue con nosotros. Su historia de vida es tan alucinante, que estoy comenzando
a creer que su llegada nada tiene que ver con la casualidad. En realidad ¿Algo lo tiene?
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