Me encanta que mi hijo tenga la convicción de siempre
estar capacitado para hacer las cosas. Como no conoce los alcances del desafío
que tiene por delante (y que llama tanto su atención), se aventura con su frase
favorita de estos días, "yo cuedo" y comienza a experimentar. Como si
conociera ese viejo refrán, "echando a perder se aprende".
Lo paradójico, es que transcurridos algunos instantes -y
si sus esfuerzos son infructuosos- lanza la segunda más popular de su
repertorio de frases: "papi, ayúdeme".
No heredó mi paciencia, la verdad, pero eso lo hace más
increíble para mí. En su ansiedad, veo los gestos y reacciones de la Andrea, y
me fascina que ese traspaso generacional se haya dado tan natural, tan lógico.
Y, sobre todo, que aún así distingamos en él un estilo particular. Uno muy
definido.
Es motivante para mí ver que no considera la existencia
de imposibles y, al mismo tiempo, es decepcionante el autoanálisis sobre mi
propio comportamiento frente a las cosas que hoy enfrento. ¡Cómo me ahogo con
vasos de agua, sin siquiera dar oportunidad a la generación de soluciones!
¡Cómo derrumbo mis sueños, cuando apenas los acabo de construir!
La seguridad del mundo conocido es agobiante, sin duda. Pero
tan cómoda, que no damos oportunidad a un cambio de camino; preferimos los
sabores de siempre y nos da mucho miedo inventar algo nuevo.
Para Darío todo lo desconocido es ocasión de pasarlo
bien. Salvo que yo le indique que algo tiene un carácter “peligroso”. En ese
caso, él observa con atención si dicha descripción le hace sentido, y si esto
es así, la incorpora dentro de su visión de mundo en plena formación. Hoy, por
ejemplo, en las grandes tiendas de retail ve una de las escaleras que usan los
reponedores, me mira, y me dice: “papi, la escalera es muy peligrosa”.
En estos días, el “yo cuedo” sigue siendo la gasolina de
su motor y lo es también del mío. Ya no me precipito como antes para protegerlo
frente a lo que creo, puede complicarlo. Si el contexto lo permite, lo vigilo
para monitorear su reacción y ayudarlo, si llega a necesitarlo.
¿Y yo? Bueno, he incorporado la frase a mi discurso
cotidiano, como un bálsamo cuando las piernas ya comienzan a acalambrarse, o la
cabeza duele de tantas horas frente a una pantalla. Pero no solo eso: gracias a
Darío y su declaración habitual y sencilla de poder, hoy estoy dándole una
nueva oportunidad a mis sueños. Recuperando promesas que pensé que había
guardado para siempre.
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