Siempre ha habido cosas, gestos y actitudes de mis padres
que he asumido con normalidad, a pesar de que involucran una dosis importante
de sacrificio por parte de ellos. Por más de treinta años, me han demostrado
sistemáticamente, que no tienen problemas para ponerse en segundo plano, con
tal de verme feliz.
Es increíble que, a estas alturas de mi vida, mi viejo
siga preocupado de escoger para mí el mejor trozo de carne de la mesa; que mi
madre mantenga una preocupación permanente por la renovación de mi armario…o
que me pida cada vez que hablamos, que coma bien y que no deje de almorzar…
Ser padre hace que decidamos en relación a premisas
diferentes de las que nos habían guiado durante años. De forma automática,
perdemos el manifiesto egocentrismo de la juventud y damos un salto –estemos preparados
o no- hacia una nueva etapa, en que parece que la felicidad no tuviese que ver
con la satisfacción personal.
Hoy, por ejemplo, vale más para mí una sonrisa, o el
rostro de sorpresa de Darío, que las cosas que tuve que hacer –o dejar de
hacer- para conseguirlas. Apuesto cada día por lograr construir momentos
inolvidables en su infancia cada vez más consciente, de manera que se
conviertan en los mejores recuerdos, el día que sea un adulto.
¿Es posible que esa búsqueda se convierta en algo
perverso, al punto de cancelar nuestras propias proyecciones de realización? Es
probable, por cierto, y conozco de cerca algunos casos en los que ha ocurrido. Lo
más complejo de esta situación es hacerse consciente de lo que ocurre, en
momentos en que te encuentras en una espiral que cuenta con su propia
explicación.
El equilibrio, como en todos los aspectos de la vida, acá
también es el eje sobre el cual poder sostener esta relación. En la práctica,
ya no seremos tan importantes como nuestros hijos. Sin embargo, mientras
dejamos todo por ayudarles en su búsqueda de la felicidad, seguimos manteniendo
nuestros propios sueños; recuperando nuestros propios recuerdos; imaginando
nuestro propio devenir…
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