jueves, 11 de enero de 2018

Ciento Cuatro: Papá, ¿Juguemos?

Hay preguntas que cambian el mundo. Más bien, son las respuestas las que lo hacen. Pero ¿qué respuesta estamos dando, por estos días, a la pregunta que titula este texto? ¿Cómo hemos respondido históricamente a ella, desde que somos padres? Si varias veces nos hemos estado negando en el último año, ¿tenemos claras las razones? ¿Estamos dedicando al juego el suficiente tiempo de calidad?

Nos quejamos mucho de nuestras copadas agendas de trabajadores y padres sobrepasados. Pero nos cuesta mucho ponernos a pensar cuánto de esa organización de actividades está mal hecha, simplemente, porque la vamos armando sobre la marcha. O porque hemos decidido no ponerle demasiada atención. ¡Externalizamos la responsabilidad de la falta de tiempo!

Desde el momento en que somos conscientes de nuestro rol directo en esa planificación, caemos en la cuenta de que no importa tanto el contexto, como el interés. Que si están las ganas, la energía y las ideas, el tiempo aparece casi mágicamente. Que muchos de los “no” que dijimos en el pasado reciente, pudieron ser distintos.

Responder afirmativamente a la invitación de nuestros hijos a jugar, permite que el mundo cambie. En la práctica, logra que varios mundos se modifiquen: el del niño (a), al concretar un espacio de conexión con sus padres desde sus propios códigos, los lúdicos, que para nosotros están algo “oxidados”. En ese sentido, cambia también nuestro mundo de “adultos”, porque nos permitimos una maravillosa regresión al origen, a la época que atesoramos con más cariño, la de nuestra infancia.

Cambia el resto del mundo, también, porque el juego de un papá/mamá con su hijo inspira a los demás; genera una onda expansiva que va construyendo una realidad diferente. El ejemplo vivo convence, impulsa, genera movimiento en los demás. Y las prioridades comienzan a ordenarse de otra forma en las cabezas adultas con quienes compartimos.

Nos cuesta jugar porque en algún momento de nuestras vidas, dejamos de considerarlo importante. De hecho, aquellos que nunca dejan de jugar los señalamos por inmaduros o excéntricos. Jugar está tan fuera de nuestra agenda, que validamos a personas que se dedican a rescatar el sentido del juego en el mundo profesional “adulto”, a través de consultorías en que los asistentes suelen sorprenderse con cierto tipo dinámicas, que los trasladan a un estado diferente.

Muchos nos estamos pareciendo al viejo y aburrido Peter Pan abogado, que en “Hook” debe ser “rescatado” por Campanita y sus amigos, para que vuelva a disfrutar de lo sencillo, del compartir con otros, de crear desorden dentro de su plana agenda de compromisos cotidianos y valorar mayormente las sonrisas de quienes nos rodean, por sobre el cierre de un buen negocio.

No sabemos cuánto queda. Y esa incertidumbre, más que tortura, debe ser la chispa capaz de encender nuestra motivación. Para que la próxima vez que su pequeño les diga “Papá/Mamá, ¿juguemos?”, la respuesta automática sea un sí.

Me ha tocado llegar muchas veces cansado, completamente hastiado a casa, durante los últimos meses. En varias de esas ocasiones he visto los ojos de mi hijo de 8 al hacerme la pregunta mágica, y he respondido que sí, sin pensarlo. No le he dado oportunidad al “estoy cansado”; “tengo sueño”; “en un rato más”…Y la sensación en el corazón, créanme, es difícil de dimensionar. El recuerdo se archiva en la memoria emotiva, la que importa, como no lo hace ninguna de esas extensas reuniones de trabajo a las que no sabemos por qué nos invitaron…


Ya lo describía Miguel de Unamuno con su notable pluma: “Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños, yo he crecido, a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame, por piedad; vuélveme a la edad aquella en que vivir es soñar.”

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