Hay preguntas que cambian el mundo. Más bien, son las
respuestas las que lo hacen. Pero ¿qué respuesta estamos dando, por estos días,
a la pregunta que titula este texto? ¿Cómo hemos respondido históricamente a
ella, desde que somos padres? Si varias veces nos hemos estado negando en el
último año, ¿tenemos claras las razones? ¿Estamos dedicando al juego el
suficiente tiempo de calidad?
Nos quejamos mucho de nuestras copadas agendas de
trabajadores y padres sobrepasados. Pero nos cuesta mucho ponernos a pensar
cuánto de esa organización de actividades está mal hecha, simplemente, porque
la vamos armando sobre la marcha. O porque hemos decidido no ponerle demasiada
atención. ¡Externalizamos la responsabilidad de la falta de tiempo!
Desde el momento en que somos conscientes de nuestro rol
directo en esa planificación, caemos en la cuenta de que no importa tanto el
contexto, como el interés. Que si están las ganas, la energía y las ideas, el
tiempo aparece casi mágicamente. Que muchos de los “no” que dijimos en el
pasado reciente, pudieron ser distintos.
Responder afirmativamente a la invitación de nuestros hijos
a jugar, permite que el mundo cambie. En la práctica, logra que varios mundos
se modifiquen: el del niño (a), al concretar un espacio de conexión con sus
padres desde sus propios códigos, los lúdicos, que para nosotros están algo
“oxidados”. En ese sentido, cambia también nuestro mundo de “adultos”, porque
nos permitimos una maravillosa regresión al origen, a la época que atesoramos con
más cariño, la de nuestra infancia.
Cambia el resto del mundo, también, porque el juego de un
papá/mamá con su hijo inspira a los demás; genera una onda expansiva que va
construyendo una realidad diferente. El ejemplo vivo convence, impulsa, genera
movimiento en los demás. Y las prioridades comienzan a ordenarse de otra forma
en las cabezas adultas con quienes compartimos.
Nos cuesta jugar porque en algún momento de nuestras vidas,
dejamos de considerarlo importante. De hecho, aquellos que nunca dejan de jugar
los señalamos por inmaduros o excéntricos. Jugar está tan fuera de nuestra
agenda, que validamos a personas que se dedican a rescatar el sentido del juego
en el mundo profesional “adulto”, a través de consultorías en que los
asistentes suelen sorprenderse con cierto tipo dinámicas, que los trasladan a
un estado diferente.
Muchos nos estamos pareciendo al viejo y aburrido Peter Pan
abogado, que en “Hook” debe ser “rescatado” por Campanita y sus amigos, para
que vuelva a disfrutar de lo sencillo, del compartir con otros, de crear
desorden dentro de su plana agenda de compromisos cotidianos y valorar
mayormente las sonrisas de quienes nos rodean, por sobre el cierre de un buen
negocio.
No sabemos cuánto queda. Y esa incertidumbre, más que
tortura, debe ser la chispa capaz de encender nuestra motivación. Para que la
próxima vez que su pequeño les diga “Papá/Mamá, ¿juguemos?”, la respuesta
automática sea un sí.
Me ha tocado llegar muchas veces cansado, completamente
hastiado a casa, durante los últimos meses. En varias de esas ocasiones he
visto los ojos de mi hijo de 8 al hacerme la pregunta mágica, y he respondido
que sí, sin pensarlo. No le he dado oportunidad al “estoy cansado”; “tengo
sueño”; “en un rato más”…Y la sensación en el corazón, créanme, es difícil de
dimensionar. El recuerdo se archiva en la memoria emotiva, la que importa, como
no lo hace ninguna de esas extensas reuniones de trabajo a las que no sabemos
por qué nos invitaron…
Ya lo describía Miguel de Unamuno con su notable pluma: “Agranda
la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños, yo he
crecido, a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame, por piedad;
vuélveme a la edad aquella en que vivir es soñar.”
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