El tiempo pasa, es inevitable. Pero siempre pasa de la
manera que nosotros decidimos que ocurra. Seis años después del nacimiento de
Darío, es grandioso contar con la lucidez suficiente para valorar el
crecimiento de esta etapa, que me ha convertido en una persona mucho mejor de
la que creo que era entonces.
Poco sabía sobre paternidad, más allá de las ganas que
siempre conservé, de tener hijos. Quizá hoy no sepa mucho más que entonces,
pero sí soy mucho más consciente de mis limitaciones; mis ignorancias y de las
características dinámicas que tiene la crianza.
Han sido 6 años intensos, vertiginosos. Seis años de
errores y aciertos. De una etapa para atesorar por siempre en mi memoria, por los
colores con que se pintó mi existencia. Casi como pasar desde un televisor
tradicional a uno de ultra definición, como los que no existían cuando yo mismo
era un niño…
¡Qué complejo es el paso repentino de “aprendiz” a “mentor”!
Sobre todo, cuando uno sigue sintiéndose como lo primero…Y no es que nos
quedemos “anclados” en una época anterior…es más bien la dificultad de entender
cuál es el momento exacto en que debemos modificar el rol que estamos desempeñando,
y comportarnos de manera de responder a las exigencias de una persona que
recién conoce el mundo.
He disfrutado una enormidad estos 6 años. Tanto, como
para decir que ha sido la etapa más “luminosa” de mi vida. Aprender a ser padre
me ha hecho, incluso, mejor esposo y
mejor hijo.
Cambian las perspectivas, las jerarquías. Un hijo
relativiza puntos de vista y consolida otros. Abre las ventanas, de par en par,
hacia la memoria: nos obliga de golpe, a recordar y analizar ¿qué tanto nos
parecemos al adulto que queríamos ser cuando niños?
Y solo nosotros tenemos las respuestas para ese tipo de
preguntas…
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