Esta semana se celebra un nuevo aniversario de la gesta
independentista de Chile. Más allá de las celebraciones, los festejos, la
comida y la fiesta, en general, para los que somos padres de niños pequeños, es
la oportunidad de verles demostrando su talento, en los actos escolares (y
preescolares) preparados especialmente para la ocasión.
El año pasado había sido algo complejo. Darío vestido de
chilote (zona sur de Chile) lloraba a un costado del escenario, porque no
quería estar ahí y tampoco quería mover un solo dedo. Su llanto era verdadero,
originado quizá, por la angustia por sentirse incómodo y observado. Aquella
ocasión tuve que negociar durante toda la presentación, para lograr que se
sumara, al menos, al final de la misma. Le ofrecí chocolates, paseos, hasta que
lo convencí con una invitación al cine, su panorama favorito.
Durante esos largos minutos, y de forma consistente, me
di a la tarea de hacerle sentir acogido, de hacerle ver que mamá y yo estábamos
ahí con él, para decirle que lo iba a hacer muy bien. Y que estaba entre gente
conocida, en un ambiente de cariño. Mi voz en su oído, al abrazarlo de cerca,
iba generando la recuperación de la confianza perdida. Y una certeza cada vez
más grande, de que todo era posible.
Este año ya nada de eso fue necesario. Darío estuvo casi
un mes ensayando concienzudamente su rol en "La Pérgola de las
Flores", una de las obras de teatro musical más tradicionales del
repertorio chileno. Algunas cosas, las comentaba en los ratos junto a nosotros,
y se le notaba entusiasmado en torno al objetivo.
Lo hizo genial. En su estilo, recordó pasos y canciones,
algunas mejor que otras...pero todas con una pasión tremenda. Se adivinaban en
su expresión las ganas de seguir las indicaciones que tanto trabajo había
costado a sus tías y hacerlo lo mejor posible.
Con mi cámara en mano, apostando por capturar toda la
magnitud del evento, las cosas adquirieron otro cariz. ¿Cuántos momentos de
este tipo se repetirán de aquí en adelante?, me preguntaba, y no sabía sino
responder desde la emoción. La conciencia de la finitud, paradójicamente, me
regaló felicidad. Una enorme felicidad.
Hoy no me importa cuántos "momentos Kodak"
puedo acumular de aquí hasta el tiempo en que esté en otro. Al revés: todo lo
que hacemos con la Andrea y con Darío puede llegar a convertirse en una
historia inolvidable. Basta, simplemente, con quererlo.
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