miércoles, 7 de febrero de 2018

Ciento Seis: Las Etiquetas son para las Conservas

Me pasó el otro día, comprando algo en una tienda de un centro comercial. Muy cerca, una familia de mamá, papá e hijo estaban en idéntica misión, con la diferencia de ellos circulaban en una calma más bien relativa: su pequeño, muy inquieto, tomaba cosas, las dejaba en el piso, desordenaba otras, gritaba. Todo esto, como cualquier niño de 6 años podría hacerlo en algún momento de su existencia, sin que por ello debamos escandalizarnos.

La cosa se puso un poco más tensa cuando el niño comenzó a botar cosas, tirándose al suelo, mientras sus padres lo miraban, con algo de pudor. Utilizaron algunas frases para sacarlo de ese estado, sin éxito. Por el contrario, el niño replicó en tono gracioso/desafiante, gritando: “Yo soy Chucky”.

Los papás, sonriendo, se encogieron de hombros, mientras el resto de la tienda reía acerca de la “ocurrencia” del niño. Lo cierto es que aquella referencia no había nacido en la mente de un niño de 6 años, que con suerte ha visto el personaje cinematográfico al pasar. En realidad, el rótulo le había sido otorgado por un entorno adulto que, más que hacerse cargo de un comportamiento complejo de su hijo, había optado por caricaturizar, para restarle importancia al asunto.

Déjenme decirles algo: no hay niños “Chuckys”. Así como tampoco hay niños “malos para hacer deporte”; “o que no sirven para las matemáticas”. Estos ejemplos, y otros tantos cotidianamente, son condicionamientos que los adultos estamos haciendo sobre ellos y quizá no fuesen graves, salvo porque van configurando una realidad. Como si en los niños se forjara una especie de profecía autocumplida: tanto me dicen que no sirvo para el fútbol, que comienzo a creerlo…

Incluso de adultos mayores somos capaces de aprender lo que nos propongamos. Puede que algunos nos demoremos más que otros, pero todos los seres humanos en condiciones cerebrales que lo permitan (sí, también aquellos con Síndrome de Down, por ejemplo), podemos adquirir nuevo conocimiento. Y es lamentable que muchas veces tengamos que hacerlo superando etiquetas que no quisimos que nos pusieran.

Qué fácil es hablar de nuestros hijos, o de los demás, como “terremotos”, “Chukys”, “vagos” o “flojos” y qué difícil es que tomemos conciencia de que el escenario y las posibilidades de cambio, las vamos construyendo nosotros, como padres, cotidianamente. Que todo aquello que hagamos sobre ellos, repercutirá en su formación (positiva o negativamente, según nuestro juicio) y que las omisiones también van sumando en ese sentido.


A esos papás que sienten vergüenza o no están conformes con ciertas actitudes de sus niños, les invito a mirar con mayor profundidad los motivos; proponer soluciones; aplicar diversas estrategias para resolver situaciones complejas. Convertir a su pequeño en el símil del protagonista de una clásica película de terror de bajo presupuesto puede resultar muy sencillo, sin embargo, me da la impresión de que las consecuencias en su desarrollo no serán las que hubiésemos querido.

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