Me pasó el otro día, comprando algo en una tienda de
un centro comercial. Muy cerca, una familia de mamá, papá e hijo estaban en
idéntica misión, con la diferencia de ellos circulaban en una calma más bien
relativa: su pequeño, muy inquieto, tomaba cosas, las dejaba en el piso, desordenaba
otras, gritaba. Todo esto, como cualquier niño de 6 años podría hacerlo en
algún momento de su existencia, sin que por ello debamos escandalizarnos.
La cosa se puso un poco más tensa cuando el niño
comenzó a botar cosas, tirándose al suelo, mientras sus padres lo miraban, con
algo de pudor. Utilizaron algunas frases para sacarlo de ese estado, sin éxito.
Por el contrario, el niño replicó en tono gracioso/desafiante, gritando: “Yo
soy Chucky”.
Los papás, sonriendo, se encogieron de hombros,
mientras el resto de la tienda reía acerca de la “ocurrencia” del niño. Lo cierto
es que aquella referencia no había nacido en la mente de un niño de 6 años, que
con suerte ha visto el personaje cinematográfico al pasar. En realidad, el
rótulo le había sido otorgado por un entorno adulto que, más que hacerse cargo
de un comportamiento complejo de su hijo, había optado por caricaturizar, para
restarle importancia al asunto.
Déjenme decirles algo: no hay niños “Chuckys”. Así
como tampoco hay niños “malos para hacer deporte”; “o que no sirven para las
matemáticas”. Estos ejemplos, y otros tantos cotidianamente, son
condicionamientos que los adultos estamos haciendo sobre ellos y quizá no
fuesen graves, salvo porque van configurando una realidad. Como si en los niños
se forjara una especie de profecía autocumplida: tanto me dicen que no sirvo
para el fútbol, que comienzo a creerlo…
Incluso de adultos mayores somos capaces de aprender
lo que nos propongamos. Puede que algunos nos demoremos más que otros, pero
todos los seres humanos en condiciones cerebrales que lo permitan (sí, también
aquellos con Síndrome de Down, por ejemplo), podemos adquirir nuevo
conocimiento. Y es lamentable que muchas veces tengamos que hacerlo superando
etiquetas que no quisimos que nos pusieran.
Qué fácil es hablar de nuestros hijos, o de los
demás, como “terremotos”, “Chukys”, “vagos” o “flojos” y qué difícil es que tomemos
conciencia de que el escenario y las posibilidades de cambio, las vamos
construyendo nosotros, como padres, cotidianamente. Que todo aquello que
hagamos sobre ellos, repercutirá en su formación (positiva o negativamente,
según nuestro juicio) y que las omisiones también van sumando en ese sentido.
A esos papás que sienten vergüenza o no están
conformes con ciertas actitudes de sus niños, les invito a mirar con mayor
profundidad los motivos; proponer soluciones; aplicar diversas estrategias para
resolver situaciones complejas. Convertir a su pequeño en el símil del protagonista
de una clásica película de terror de bajo presupuesto puede resultar muy
sencillo, sin embargo, me da la impresión de que las consecuencias en su
desarrollo no serán las que hubiésemos querido.
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