viernes, 15 de julio de 2011

Veintiuno: Papá debes serlo (y parecerlo)

El nacimiento de un hijo, junto con la logística y reestructuración interna que trae hacia la vida cotidiana, abre una compuerta gigante hacia el análisis del propio comportamiento y cuán conformes nos sentimos con nuestras decisiones (suena confuso, pero no desesperen, me explicaré).

Hay mucho de ética en la aventura de tener un hijo (o todo, en realidad). Claro, si se trata de una decisión tomada en libertad (aunque sea sorpresiva la llegada de un bebé, el riesgo fue tomado a conciencia), la misma que es inherente a nuestra condición de personas, y que nos invita a pensar y repensar en cada paso que damos, o que dimos.

¿Qué tan contento estoy conmigo, como para proyectarlo hacia mi hijo? Es la pregunta que ha rondado en mi cabeza, desde el nacimiento de Darío. Y el margen para seguir pensando en aquello se agota cada día, porque mi pequeño crece, está cada vez más conciente de lo que ocurre a su alrededor y realiza cada vez más juicios respecto a mi actuar.

Y quizá ni siquiera exista este periodo que señalo, puesto que hace poco leía un estudio de la Universidad de  Yale, que demuestra que los niños de seis meses de edad ya son capaces de tomar decisiones éticas, basadas en juicios que cualquiera de nosotros hace habitualmente. Entiendo que se les exponía a la interacción entre distintos juguetes, en que unos ayudaban a otros a sortear ciertos obstáculos, mientras que otros bloqueaban dichos intentos. Los pequeños, al apreciar la situación, optaban por jugar con los juguetes “ayudantes”, al considerarlos “buenos”.

Los padres estamos “en vitrina”. Y constantemente el desafío es estar a la altura de esa exposición, digna de un reality show. Los niños miran, capturan, repiten…sobre todo, repiten lo que ven y les resulta atractivo como modelo. Cada cosa que decidimos hacer junto con ellos (o mientras ellos nos observan), debe llevar necesariamente una reflexión sobre la “corrección” de nuestro comportamiento.

Eso es ética. No es necesario profundizar en Aristóteles para entenderla (bueno, si tiene tiempo, ¿por qué no?). Basta con no perder de vista que lo que hacemos tiene un significado inherente…que los límites para nuestras decisiones cambiaron, porque ya no me afectan solo a mí…y que lo que proyectamos no es una “idea de mí”, sino que debiese estar en coherencia con la esencia que nos acompaña desde siempre.

Más allá de esas “mentirillas” con que manejamos a los niños hasta avanzada edad, la lucidez de la infancia puede descubrir y dejar en evidencia esa verdad que, reiteradamente, nos esmeramos en ocultar. Y la consecuencia no puede ser peor para un alma inocente: eso que llamamos desilusión.


“Solo tú puedes decidir qué hacer con el tiempo que se te ha dado”, Gandalf





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