viernes, 8 de abril de 2011

Siete: Angustia, el vértigo de la libertad (*)

Le tenemos miedo a la palabra angustia. La utilizamos poco, porque le damos una gravedad especial, como si representara una situación compleja, de la que resulta muy difícil escapar.
Estar angustiado, creo, es más una respuesta espontánea de nuestra mente, ante la pérdida del manejo  sobre cosas que creíamos tener bajo control. Y como algo natural, no debiese tener una connotación negativa. Simplemente hay personas que la  conducen de una u otra manera.
Existe una angustia particular, intrínseca al hecho de ser madre/padre respecto del hijo que traemos al mundo, y la relación que comienza a establecer con todo lo que lo rodea.
Como hijos, durante toda una vida luchamos contra una fuerza invisible, la de nuestros “viejos”, que se esfuerzan denodadamente por guiar, de cierta forma, nuestras decisiones, esperando que no nos equivoquemos. Y que, por cierto, jamás suframos.
Pero ese esfuerzo parental nos genera anticuerpos: nos molestamos, nos aburre, nos limita y entre la infancia y la juventud vamos alentando exponencialmente nuestra propia independencia. Muchas veces, creyendo que tenemos respuestas para todo. Y, absurdamente, creyendo que sabemos más que quienes nos dieron la vida.
Novedad para el padre neófito: Todo se devuelve. Y la primera frase que dije a mi madre luego de “sobrevivir” al debut nocturno en la clínica fue: “Tenías razón. Hoy siento todo eso que me dijiste que iba a sentir”. No hablaba desde mi orgullo, sino desde lo más profundo de mis vísceras, todavía doloridas por la vigilia que habíamos vivido con la Andrea, torturados por infinidad de preguntas: ¿Será bueno que Darío  esté en la sala cuna de la clínica? ¿Y por qué no lo dejamos acá? ¿Lo cuidarán bien allí? ¿Y si se ahoga con la almohada o las sábanas?
Una enfermera fue la culpable. Nos dejó la misión de decidir, 8 horas después de recibir a Darío, si queríamos que se quedara en la pieza, o estuviese al cuidado de expertas. En nuestra cándida ignorancia, obviamente, nos quedamos con la segunda opción.
Cada cierto rato, despertaba en el diván de cuero, frente a la Andrea (que no durmió), sudando por los nervios (alguna infausta pesadilla) y pensando…Darío, Darío, ¿dónde está Darío? Cierto, está en la sala cuna…no tiene por qué estar mal…pero “bueno, igual me iré a dar una vuelta”…
Hoy suelen llamarme  aprensivo. Y es porque la historia de la clínica se ha seguido proyectando en mi manera cotidiana de actuar frente a la crianza de Darío (ni hablar de la Andrea). En algunos casos, reconozco, debo exagerar la nota en alguna medida. No me cabe duda que es así.
Sin embargo, entiendo mi situación y la asumo. Por tanto, ni me incomoda, ni me inquieta que consideren que sufro en demasía; o que estoy quitándole a Darío su capacidad de descubrir el mundo; o que, simplemente, le pongo “demasiado color” a todo.
Desde mi punto de vista, solo estoy manejando mi angustia de una manera personal y única, mientras me preparo para una situación incontrarrestable: vivir con ella para siempre.

(*) El título, gentileza del filósofo danés Sören Aabye Kierkegaard
(Nos encontramos de nuevo el 15.04.11)

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