viernes, 5 de agosto de 2011

Veinticuatro: La Buena Educación

Por estos días, busco un jardín infantil para Darío. Afuera, arrecian las protestas de los estudiantes secundarios y universitarios, para obtener mejoras en la calidad de la educación que reciben.

Coincidencia de tiempos, pero también la constatación de una paradoja: recién comienzo a asumir la responsabilidad de tomar decisiones respecto a la educación de mi hijo “fuera de casa”, mientras miles de jóvenes tratan de cambiar sus propias condiciones de formación.

Es inevitable pensar que las protestas y el debate que han llevado aparejado impactarán directamente en la formación de Darío, pues las decisiones que se tomen al finalizar este conflicto llegarán en menor o mayor medida a las aulas.

¿Qué quiero, como padre, para la educación de mi hijo? En términos generales, nada que parezca muy complicado: valores, calidad y acceso (en ese orden). Parece una tríada sencilla en el papel, pero compleja de llevar a la práctica, especialmente cuando hablamos de un país que crece –no lo niego- pero que al que todavía le resta un extenso camino para llegar a lo que conocemos como “desarrollo”.

Bajo esa premisa, comprendo que los cambios en educación debiesen ser graduales,  así como entiendo también que deben necesariamente ocurrir. Y así parece que lo entiende la mayoría, según plantean las encuestas; las opiniones de la gente común y corriente en TV; los políticos; los expertos. Se alarga la indefinición porque todos creen tener la solución perfecta. Y, probablemente (como en cualquier debate), todos tienen un porcentaje de “razón”.

Mientras, leo y observo con interés lo que pasa, al tiempo que recuerdo mi propio proceso educativo, las oportunidades a las que tuve acceso con esfuerzo (académico) y flexibilidad (económica) y cómo me encantaría que el resto de quienes viven en Chile pudieran tener esas mismas opciones.  Entre ellos, Darío, cuando deba pasar por los 12 años de educación obligatoria (quién sabe qué decide hacer después).

Vuelve a resonar en mi mente el viejo axioma de la educación, como capital trascendental para el desarrollo de una persona, en cuanto a otorgarle nuevas y mejores posibilidades de alcanzar su plenitud. Cómo no citar a nuestra Gabriela Mistral (maravillosa y eterna docente), reforzando esta misma idea: “La educación es, tal vez, la forma más alta de buscar a Dios” (si no es creyente, basta con que reemplace la palabra Dios, por “felicidad”).

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