Es cierto que los últimos 20 años el lenguaje coloquial se
ha relajado mucho, al punto de que ciertas “malas palabras” hoy forman parte de
conversaciones habituales en diversos contextos: familiar, laboral, de pareja.
Se trata de un cambio algo dramático para quienes venimos desde una época
distinta, aun cuando creo que nuestra adaptación no ha traído mayores
dificultades. Esto, claro, es independiente de la incomodidad de algunos (entre
los que me cuento).
Se habla a garabatos en una reunión de trabajo; se habla a
garabatos con el jefe; se habla a garabatos en la micro y en el metro. No hay
lugar en que uno no escuche palabras de grueso calibre, como si fuesen lo más
normal del mundo (a estas alturas, ya lo son).
Y aunque suene como esa clásica frase de meme de los
Simpsons, desde esta tribuna preguntamos… ¿Alguien quiere pensar en los niños?
Más allá de las conversaciones de adultos que podamos tener
cerca de ellos, o junto a ellos, la preocupación de este papá viene dada por
esta tendencia cada vez más extendida de usar un lenguaje procaz directamente
con los niños. Y no hablo de pequeños de 14 o 16 años (aunque no veo por qué
habría que hacer una distinción), sino de infantes de 3 o 5 años, que son
increpados públicamente por sus progenitores, a vista y paciencia de quienes
compartimos espacio con ellos (ni hablar cómo será en el hogar).
Corregir un error con un insulto; llamar “tiernamente” a un
hijo usando una grosería; referir a ellos con algún vocativo vulgar….están
lejos de ser acciones que generen “cercanía” con ellos. Muy por el contrario,
lo que hacen es provocar sensaciones de humillación y siembran el germen de un
comportamiento similar, cuando estos niños sean adultos. ¿De veras está bien
que nos tratemos con malas palabras en la relación de padres e hijos?
Los niños están en proceso de aprendizaje pleno y, en
consecuencia, desconocen los contextos que los adultos sí sabemos diferenciar.
Que no se malentienda: acá nadie está satanizando el lenguaje más informal o
“grosero” (es parte de nuestra relación con el mundo), sino más bien, el
llamado es a compartimentalizarlo en los lugares y espacios que corresponden. O
donde mejor pueden funcionar para nosotros.
Liberar el uso de todo tipo de lenguaje en el contexto
familiar puede generar notorias distorsiones sobre la distancia que guardamos
con nuestros hijos. Conviene recordar que, por más que tengamos una relación
fluida e íntima con ellos, no es una relación de “amistad”, como la entendemos
aquellos que tenemos amigos verdaderos. Se trata de un vínculo muy especial,
donde el afecto, el respeto y la autoridad, se mezclan en dosis que pueden
variar de hogar en hogar, pero que representan uno de nuestros capitales más
importantes para la crianza.
¿Cuidemos el lenguaje? Dejar de usar malas palabras en
casa, será el mejor ejemplo para nuestros niños en el uso de su propia
comunicación con los demás. Entenderán, de a poco, que hay un lugar para cada
cosa. Que decir una palabra vulgar no es sinónimo de ser más “cool”, sino más
bien, una posibilidad que perdimos de hablar “bonito” y de que otros nos
escuchen y entiendan mejor.